Jamás me había sentido tan viva.
Sonó su teléfono.
-¡Oh dios! Lo había olvidado. Tengo que irme.
Me abrazó y se fue corriendo.
-¡Eh! ¡Tu chaqueta!
-Da igual, quédatela. A tí te queda mejor.
Era absolutamente mentira. Me quedaba enorme. Pero ese tipo de mentiras son las que me enamoraban.
Se alejó por una esquina, y me quedé de pie.
-¡Mierda! Sigue lloviendo.
Corrí hacia una marquesina del autobús. Quedaban quince minutos hasta que pasara el metro, así que me dirigí hacía allí. Esperé sentada en un banco. Me interné en el metro, y desaparecí en él. Observé. Millones de personas subían a él cada día. Llegué a mi parada. Subí a mi piso, y me derrumbé el cama. Los pensamientos no me dejaban respirar tranquila. ¿Qué éramos? ¿Novios? ¿Amigos? Y lo que más temía... ¿Todavía simples desconocidos? Cogí un vaso de agua, y me lo eché por encima. Luna me saludó metiéndose entre mis piernas. Cogí una manzana, y me senté en la cama. Las sábanas estaban fresquitas, así que me revolqué en ellas. Me puse a pensar, aunque sabía el desastre que formaba en mí. Me miraba como si supiera el desorden que causaba en mí. Y parecía que le gustaba.
