5. Las buenas decisiones

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Ojalá pudiera decir que las horas pasaban raudas y veloces. Que su esperanza no decaía cada vez que el reloj tocaba con aquel estridente pitido otra nueva vuelta de sus brillantes manecillas. Como le gustaría levantar la cabeza y sonreír a los demás, afirmar que su sonrisa no era falsa y que aquella niebla que empañaba sus ojos no era sino respuesta al fuerte olor de los medicamentos. Su corazón, mucho más sincero, sabía la verdad. Sabía que las veintiséis horas que llevaba sentado en aquella incómoda silla habían pasado delante de sus ojos como si de mil días se tratasen. Comprendía también que con cada apretón de manos, con cada sonrisa de comprensión o invitación a dormir un rato, su esperanza caía un poco más, y con ella también caían las lágrimas, incapaz de contenerlas.

Junto a él se apretujaban tres personas más, cada una de ellas con ojeras secundando las del propio Alexis, con preocupación en sus rostros y miradas ausentes. Alicia no se había levantado de su lado más que para traerle algo de comer, Kai parecía estar en su propio mutismo, sin ser capaz de hablar y con el único ojo visible cerrado ante las miradas expectantes del resto. Quizás protegiéndose así de las miradas de lástima de los doctores. Itzal, por otro lado, se encontraba tumbado en dos sillas, con el cuerpo retorcido en una extraña posición, incomprensible para Alexis, y sus ojos cerrados, quizás dormido, quizás solo descansando.

—Alexis.

Levantó la cabeza tan bruscamente que su cuello protestó con un doloroso tirón. Ainhoa, frente a él, tomó asiento. Alexis tuvo que contenerse para no tapar sus oídos y negarse a escuchar nada más.

—Hemos hecho todo lo que hemos podido. Ya no está en estado crítico, pero aún no ha despertado.

—¿Y los niños? —preguntó Alicia. Alexis vio a Itzal sentarse en su silla y a Kai centrar su atención en la joven médica.

—No estamos seguros. Ahora están estables, pero no podemos saber qué pasará.

Alexis quiso gritar. Quiso levantarse y golpear algo, quizás así la tensión que le impedía respirar desaparecería. Ainhoa se levantó, se acercó hasta él y se inclinó hasta que sus ojos quedaron a la misma altura.

—Elena quiere verte, quizás puedas ver a Xavier.

—Sí, quiero verle.

Y con todo lo estúpido que sonaba aquello, Alexis no se veía capaz de decir mucho más. Era irónico que a estas alturas de su vida, más que acostumbrado a la pérdida de personas queridas, fuese incapaz de asumir lo que estaba pasando. Aquello, no obstante, era algo nuevo; algo nuevo que lo destrozaba por dentro. Siguió a Ainhoa cuando esta le condujo por los pasillos desiertos. Estaba tan cansado del color blanco y de aquel olor que le hubiera gustado cerrar los ojos y quizás también taparse la nariz. No tardaron en llegar a una puerta oscura, situada al final del pasillo y donde no se podía ver ningún cartel indicativo. La voz de Elena les hizo entrar, y Ainhoa le dejó allí solo, aturdido frente a la seria mirada de la doctora.

—Dime que se van a poner bien.

—Siéntate, Alexis.

Llevaba más de un día sentado, no veía en qué iba a ayudarle seguir así. De todos modos se sentó, sin querer ni poder discutir.

—Hemos logrado estabilizarlos, tanto a Xavier como a los niños.

—¿Pero? Venga, siempre hay un pero.

Elena no sonrió, y Alexis borró inmediatamente la falsa sonrisa que había colocado en sus labios.

—Alexis, como le he explicado muchas veces a Xavier, su cuerpo es el de un alfa, y por tanto no está condicionado para albergar dos personas.

Hermosos imprevistosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora