10. UN HOGAR PARA TODOS

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Bien mirado, el paso del tiempo reflejado en el crecer de los niños era demasiado acelerado. Demasiado aturdidor de una forma incomprensible para él. Era como mirar todo a través de prismáticos y darse cuenta de que uno nada podía hacer contra el paso incesante de las horas, de los días y las semanas. Hijos de Saturno somos, decían, y a todos nos llega más temprano que tarde nuestra cita con el destino. Alexis no sabía nada sobre eso. Sobre mitología o Moiras que tejían inexorables los caminos de la vida, pero sí que sabía del tiempo; del tiempo y sus consecuencias.

Lo sabía cada vez que salía de casa en una misión y volvía con las manos teñidas de una sangre invisible que iba uniendo su destino al de todas sus víctimas. Porque todo acto tiene su consecuencia y solo el mirar el paso del tiempo anclaba a Alexis en un mundo que pasó sin pena ni gloria por su vida hasta hacía algo más de un año. Un año. Alexis había vivido veintisiete años, lo cual suponía que uno más o uno menos no tendría la menor importancia. El equilibrio en su vida venía con su afán por conseguir más, por llegar más lejos, y durante más de diez años eso fue todo lo que hizo. Avanzar; avanzar sin mirar atrás, directo a su meta y sin prestar atención a las diversas ramificaciones que se presentaban en su camino. Y es que Alexis tenía un plan. Siempre lo había tenido y nunca lo olvidó. Ni siquiera cuando Xavier se marchó de la aldea y él se vio obligado a seguirle. Porque sí; porque no iba a dejar que uno de sus pocos anclajes desapareciese en un loco intento de buscar una paz espiritual allí donde era imposible hallarla.

Su vida era un fluir continuo de piedrecitas que, empecinadas, se colocaban ante él, obstaculizando su camino. Pero Alexis había aprendido a saltar alto. Alto y lejos, por lo que aquellos baches hacía tiempo que habían dejado de ser insalvables. Poco más de un año antes, sin embargo, las cosas cambiaron. Porque, por primera vez en su vida, el enfoque de Alexis se desvió. Ya no apuntaba al reconocimiento ajeno, a la necesidad de ser alguien para legitimar su propia existencia. De pronto tenía algo propio, algo que evidenciaba su pervivencia, que eternizaría su estancia en aquel mundo cruel sin la necesidad de volverse alguien reconocido. Alguien al que todo el mundo respetase y recordase. Alexis, hace poco más de un año, consiguió una familia. Una propia, no prestada a través de viejos cristales de ventanas ajenas, dos niños que le sonreían y a los que había dado la vida; dos niños que eran carne de su carne, sangre de su sangre, y que le reconocerían por lo que era sin la necesidad de convertirse en nada más.

¿Significaba eso que Alexis pretendía dejar de lado su sueño? No, por supuesto que no, pero había aprendido a ver las cosas desde una perspectiva diferente. El reconocimiento de pronto fue solo eso, reconocimiento, y no algo vital para su propia existencia.



Su respiración entrecortada y jadeante hacía poco por apagar los ruidos. Excitados gemidos que salían de entre sus labios sin ningún control, bocanadas de aire que se mezclaban con el bochornoso calor del cuarto. El olor almizcleño no hacía sino acrecentar su excitación, mezclándose con el suave rastro del aroma que aún permanecía entre las blancas sábanas contra las que apretaba el rostro, labios apretados y ojos abiertos, siempre pendientes de posibles interrupciones.

La mano, abierta completamente, se deslizaba de forma lenta y dolorosa sobre su creciente excitación, apretando y aflojando allí donde debía, y sus jadeos solo aumentaron cuando otros dedos, juguetones y poco sutiles, bajaron más abajo, allí donde la suave piel detrás de los testículos llegaba casi a su entrada. Frotó, acaricio y volvió a frotar, sintiendo como su miembro respondía con agrado ante las caricias, y después pasó a rodear sus testículos, pesados y sensibles, tirando de ellos mientras su miembro, rojo, brillante y húmedo, se restregaba contra las sábanas limpias. No había frescura allí donde minutos antes se había dejado caer, solo su propio calor corporal compartido, un suave aroma a sexo y quizás algo de humedad. No importaba, mucho menos cuando la mano sobre su excitación agarró la punta de su pene, frotando sobre el sensible orificio y bajando después por toda la dura longitud.

Hermosos imprevistosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora