Parte 1: El paseo del domingo

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Ángel decidió aquel día soleado salir a dar un paseo tranquilo. Era de esos días de cielo azul que anticipaban que venía el verano. Las diez de la mañana era una hora prudente en las que el sol todavía no apretaba demasiado. Saldré con Maka, pensó y así disfrutaremos los dos del monte, que a la pobrecita le quedan ya pocos años de subir pendientes.

Maka era una pastora vasca del Gorbea de nueve años, que mantenía la carita de cuando era cachorra y se movía con una elegancia ejemplar. Era rojiza y había vivido con Ángel casi toda su vida. Ángel nunca olvidará aquella visita a la perrera municipal en la que la conoció. Tenía ocho meses, era movida y desconfiada con desconocidos, algo tímida y escurridiza. Pero cuando Ángel la miró a los ojos supo que aquella perrita viviría con él el resto de su vida. Prometo cuidarla y hacer que vuelva a tener confianza en las personas. ¡Pobrecita, a saber qué terribles cosas le han ocurrido en su corta vida! 

Maka le estuvo siempre agradecida y cuando vio a Ángel en la perrera y éste le habló con tanta dulcura, ella también se prometió que cuidaría de él toda su vida. Lo de Ángel y Maka era un amor de película.

Ángel cogió la correa y el collar, y se lo puso a su perrita mientras le decía:

- Vamos a dar un bonito paseo, te pienso llevar a sitios nuevos, guapetona.

Maka le clavó la mirada, como sólo saben hacer los pastores vascos, se sentó delante de él y comenzó a mover la cola de alegría. Maka era muy educada, Ángel hizo un buen trabajo de adiestramiento cuando la adoptó. Al fin y al cabo, educar a un perro no es otra cosa que dedicación, constancia y paciencia. Habían vivido muchas cosas juntos y se estaban viendo envejecer el uno al otro. 

El día que Ángel visitó la perrera se acababa de jubilar con 63 años. Se había quedado viudo hacía un año y esto junto con dejar de trabajar, le hizo sentirse sólo, muy sólo. Maka había sido para él la ilusión por vivir que estaba empezando a perder. Ella le despertaba por las mañanas y le animaba a pasear, a disfrutar de la naturaleza, a no desmoronarse y a mantenerse jóven. 

Era domingo y Ángel se sentía pletórico, le habían hecho abuelo hacía un par de semanas y volvía a sentirse feliz. Su plan del domingo era aprovechar la mañana para después ir a comer a casa de su hijo y su nuera. Pasearía un par de horitas o tres y después irían a la comida.

Ángel sólo tenía un hijo y era la viva imagen de su mujer Aurora. La historia de cómo murió Aurora era muy triste y dolorosa y por respeto a él mejor no la recordamos. Mikel, su hijo, había conservado los ojos de su mujer, aquella luz tan profunda en su sonrisa y aquel pelo rizado, muy rizado. Su nieta, Blanca, era una mezcla de todos, se parecía a su padre, a su madre y a sus abuelos, aunque todavía era muy pequeña para sacarle tantos parecidos.

Ángel y su perrita pasearon tranquilamente por el monte. Subieron, bajaron, se sentaron, almorzaron un poquito para coger fuerzas e incluso Maka se bañó en un río. ¡Qué felicidad transmitían los dos!

Cuando llegaron a comer Maka ya se había secado y tenía el pelo más rojizo que nunca. Él la había llamado Maka porque le recordaba a una chica del pueblo que le gustaba cuando tenía 12 años. Macarena era una chica pelirroja que desbordaba clase y elegancia, igual que su perrita.

Antes de entrar al piso de su hijo, Ángel había avisado a Maka de que debía portarse bien, ya que había un miembro nuevo en la familia y debía de presentarse a ella con mucho cuidado. Maka siempre levantaba las orejas cuando Ángel le hablaba y parecía contestarle con la mirada. 

Ting Tong. 






El ángel de MakaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora