La mañana en que Mónica llegó con Mariana a la quinta, Pablo no tuvo ninguna premonición de que iba a conocer a la persona que modificaría para siempre su vida.
Él había salido en su ciclomotor, con el canasto colmado de plantines, que despedían el olor intenso de las flores de septiembre.
La arena reseca frenaba las ruedas y hacía casi imposible que pudiera mantener el equilibrio. Al llegar a la esquina de los pinos se encontró de frente con el automóvil.
La moto se le fue de las manos y su cabeza fue a estrellarse contra el tronco de uno de los árboles, mientras los colores de las plantas se mezclaban con la arena revuelta.
Cuando bajaron del coche, Pablo ya estaba sentado, frotándose la frente dolorida y mirando el canasto vacío.
— ¡Coño! ¿Te has lastimado? —le preguntó la mujer con un marcado acento español.
Pablo negó con la cabeza mientras las miraba desde el suelo. La que habló le recordaba a una hippie del festival de Woodstock, con su túnica de colores indefinidos, sus colgantes extravagantes y su oreja bordeada de aros diminutos, que quedaban al descubierto cada vez que ella acomodaba su largo cabello ondulado. La más chica parecía salida de una foto publicitaria: zapatos inadecuados para las calles de arena, piernas largas y elegantes que asomaban debajo de una falda diminuta y un rostro hermoso en el que resaltaban sus ojos, enormes y grises, que parecían mirarlo con desaprobación. Él hizo un gesto de bronca y se levantó de un salto.
Se miró y sintió cómo subía la sangre a su cara. Bajó la vista y comenzó a sacudirse —avergonzado— la arena que se le había pegado al cuerpo, a la ropa, a los cabellos. Se sentía torpe y sucio, ante la sonrisa burlona de la chica.
Mónica se puso a juntar los plantines y los fue metiendo en una caja que sacó del auto. Cuando terminó le dio unos billetes y le dijo:
—Espero que alcance.
Entonces se oyó por primera vez la voz de Mariana, que habló con un tono deliberadamente despectivo:
— ¿Por qué se los vas a pagar si no tenés la culpa? Si él estaba mirando la luna, lo lamento, ¿qué querés?
Mónica continuó como si no la hubiese oído:
—Nosotras venimos a vivir a la quinta que está acá a la vuelta, "Palma sola", la que tiene rejas verdes. Si llegaras a pasar por ahí y tienes más flores, te vamos a comprar. Seguro que tú estás bien, ¿no?
Pablo afirmó con su cabeza porque la voz, si le salía, delataría lo ridículo que se sentía en ese momento. Miró con odio a Mariana y después se puso a enderezar la patente. Le dio marcha a la moto y se alejó por el césped de la orilla, camino a su casa, deseando con todas sus fuerzas doblar en la próxima esquina para que lo perdieran de vista.
Mónica observaba todo tratando de recuperar las imágenes, algo distorsionadas por la nostalgia, pero que aún sobrevivían después de tantos años de exilio voluntario.
El lugar no había cambiado demasiado. Las casas de fin de semana, de líneas puras y simples, emergían en medio de jardines enormes y bien cuidados, separadas unas de otras por vallas de troncos secos, que apenas podían distinguirse debajo de las frondosas enredaderas. La villa se extendía apacible, contenida por las aguas de la laguna en uno de sus límites, y separada del río por la única ruta pavimentada que la conectaba con el mundo: hacia el sur con la ciudad, y hacia el norte con el pueblo —casi una aldea—, que parecía detenido en el tiempo desde hacía más de cuatro siglos. Si bien el lugar estaba notablemente más poblado, seguía emanando la misma pureza, la misma magia, que Mónica percibiera la última Vez que estuvo allí, casi veinte años atrás.
Mariana bajó del automóvil y se reencontró —con algunas diferencias entre las proporciones reales y las que guardaba su memoria— con la imagen de la casa de su abuela, que preservaba entre los recuerdos más lejanos de su infancia, tal vez un poco envejecida, pero conservando el mismo olor a leña de pino, a eucaliptos y a madreselvas.
Un parque alfombrado de césped verde y salpicado por matas de flores, delataba el cuidado de Juan, el jardinero. Plátanos enormes anunciaban su sombra fresca sobre la galería de arcadas blancas con baldosas coloradas y ruidosas, que le trajeron a la mente las rayuelas de tiza que saltaba en las vacaciones de sus primeros años, cuando se quedaban algunas semanas, en los veranos calientes y perfumados.
Pérgolas cubiertas de jazmines endulzaban el aire y debajo de la galería asomaban cacharros toscos de barro, de los que salían los brazos verdes de los helechos.
El viento sacudía las ramas de los árboles y a Mariana le pareció, por un momento, que le traía la voz de su abuela llamándola para la hora de la leche.
En el centro del parque se erguía —elegante— la palma que le valiera el nombre a la casa.
Mónica vio la mirada de Mariana y acariciándole el cabello le dijo con dulzura:
—Cuando yo tenía más o menos tu edad, tu abuelo compró la quinta. Alcancé a venir muy pocas veces, pero siempre me atrajo la palma, que ya estaba grande. Cuando la vi por primera vez, me vino a la memoria un poema de Guillen: Palma sola. Yo me sentía tan sola como ella, así que algunos atardeceres venía a recitarle y a recitarme esos versos...
La palma que está en el patio,
nació sola;
creció sin que yo la viera,
creció sola;
bajo la luna y el sol,
vive sola.
Con su largo cuerpo fijo,
palma sola,
sola en el patio sellado,
siempre sola,
guardián del atardecer,
sueña sola.
La palma sola soñando,
palma sola,
que va libre por el viento,
libre y sola,
suelta de raíz y tierra,
suelta y sola,
cazadora de las nubes,
palma sola,
palma sola,
palma.
—Creo que de tanto escuchar ese poema, aceptaron al fin ponerle el nombre a esta casa. A lo mejor con la secreta esperanza de que yo dejara de recitarlo.
— ¿Y dejaste de hacerlo?
—Nunca. Cuando estaba en España y la nostalgia me ahogaba lo recitaba para adentro, como si rezara, y me parecía que estaba menos sola; quizás era cierto, porque los recuerdos me acompañaban.
Por primera vez, desde que su tía había llegado a su vida, Mariana la miró de otra manera. Tal vez el hecho de que le confesara su soledad hizo que no se sintiese tan lejos. Cuántas veces ella se había sentido sola, incluso antes de que sus padres se fueran y, sin embargo, nunca se había animado a contárselo a nadie. Ni siquiera a Lucía. Le parecía mentira que esa mujer extraña, que se mostraba tan segura, se hubiera podido sentir sola alguna vez.
—Algún día me gustaría que me contases cosas de cuando eras chica, de mi mamá, de esta casa, no sé, si tenes tiempo, qué sé yo.
Pese al tono, todavía altivo y duro, Mónica sintió que por primera vez su sobrina demostraba interés en algo que ella decía. Pero no le dio demasiada importancia y trató de que sus palabras sonaran casi indiferentes:
—Podría ser. Supongo que ya tendremos tiempo para eso, pero ahora... ¿Qué te parece si empezamos a bajar todas nuestras cosas...?
Y las dos fueron incorporando sus pertenencias a la casa, mezclándolas con los muebles rústicos, con las pinturas de otras épocas, con los olores antiguos que la habitaban, hasta dejar impreso un sello particular, casi imperceptible, que reflejaba la mixtura sutil del pasado con el presente.
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Cruzar la Noche
Science FictionA las Madres y Abuelas De Plaza de Mayo. A todas las víctimas del Terrorismo de Estado. A la verdad y a la memoria. Para vivir con un pedazo basta: en un rincón de carne cabe un hombre. Un dedo sólo, Un trozo sólo de ala Alza el vuelo total de Tod...