Mariana releyó las últimas páginas de su diario, protegida por la puerta cerrada de su nueva habitación:
Agosto del 94
Un pedacito de cielo gris se recorta entre los edificios a través de la ventana. Me llega el perfume de mi papú y, como no lo veo, me hago creer que todo está igual, pero sé que cuando deje de escribir y regrese a la sala lo voy a encontrar en su sillón de ruedas, con la mirada perdida, seguramente extrañando al igual que yo, nuestra casa que está a más de dos mil kilómetros de distancia.
Estaba todo tan bien un año atrás, que esto me parece una pesadilla. Y, para completar la mala onda, lo de mi abuela. Yo sé que no la quería tanto, la traté poco, casi no la conocía, pero siempre me pasa lo mismo, cuando comienzo a sentirme más cerca de alguien, pasa algo que me desbarata todo.
Este departamento oscuro, que huele a cosa vieja, me descompone, pero no estar acá significa acompañar a mamá en la sala de velatorios y eso es todavía peor. No me gusta el contacto con la muerte.
Cómo quisiera poder ver a Lucía. Me escribió contándome que sale con Fede, casi no puedo creerlo. Por ahora voy a tener que acostumbrarme a seguir hablando con ella a través del papel. A lo mejor más adelante, si la operación de mi papá resulta, nos volvemos. Pero se me va a hacer muy largo, más ahora que se van tan lejos. Si al menos hubieran terminado las clases me podría ir con ellos. En cambio me voy a tener que quedar acá, en esta ciudad aburrida, con una tía que todavía no conozco.
El tiempo me pasa despacio como si estuviese en una cárcel.
No tenía ánimos como para escribir nada, así que cerró su diario y lo escondió detrás de sus libros.
Recién estaban a principios de septiembre, faltaban casi tres meses para que terminasen las clases y ahora debería vivir ese tiempo —que le parecía tan largo— en la quinta, con la hermana de su madre, hasta que sus padres regresaran.
Mariana salió al parque a respirar el aire puro de la mañana. Las lechuzas vigilaban protegidas entre las hojas de la palma, calentando sus plumas grises que el viento despeinaba.
Caminó un rato con las manos en los bolsillos y la mirada perdida, recordando el día en que acompañó a su mamá al aeropuerto. Cuando vio descender a Mónica del avión, se dio cuenta de que ese personaje era su tía por el abrazo que se dieron con su madre, y no pudo evitar el sentimiento de rechazo hacia esa mujer excéntrica, de cabellos gruesos y enrulados como tirabuzones, que le cubrían casi toda la espalda. Iba vestida con una falda de elefantes pintados que rozaba el piso y terminaba en un ruedo de flecos, al igual que su blusa. Todo en ella era extraño, el abrigo tejido al telar que cubría sus hombros, la carterita diminuta que llevaba cruzada sobre el pecho, los anteojos de sol, redondos y chiquitos.
"Tiene olor a sahumerios. No la soporto" —le había dicho a su mamá cuando estuvieron a solas—. "Y lo que menos aguanto es que hable como una española".
Le dieron ganas de reírse al recordarlo.
Mónica se acercaba a través del parque, con las manos cubiertas de barro y Mariana sintió fastidio al tener que interrumpir sus pensamientos.
— ¿Quieres que tomemos unos mates?
— ¿Mates? No, gracias, no tomo. Como a mi papá no le gusta el mate, en casa nunca tomamos.
—Bueno, si quieres puedes probarlo... y de paso puedo contarte algunas cosas de cuando tu madre y yo éramos pequeñas. Como el otro día me lo habías pedido...
—A lo mejor en otro momento, hoy tengo mucho que estudiar.
Y se alejó hacia su cuarto, con gesto hosco, dejando bien en claro la distancia que deseaba conservar.
ESTÁS LEYENDO
Cruzar la Noche
Science FictionA las Madres y Abuelas De Plaza de Mayo. A todas las víctimas del Terrorismo de Estado. A la verdad y a la memoria. Para vivir con un pedazo basta: en un rincón de carne cabe un hombre. Un dedo sólo, Un trozo sólo de ala Alza el vuelo total de Tod...