—Mariana, el domingo iré hasta la ciudad, al departamento de la abuela a buscar unos papeles porque el lunes tengo que pagar unos impuestos sin falta. Si quieres puedes venir conmigo.
—Lo que pasa es que el domingo me invitó una chica del colé para ir al río con un grupo de amigas y de amigos y... —Me parece muy bueno que salgas un poco. —De cualquier manera todavía no sé si voy a ir... Los pocos chicos que conozco son imbancables. Además nunca fui al río y no creo que me guste. Debe estar lleno de mosquitos.
—Cuando éramos pequeñas, íbamos con tu mamá de tanto en tanto al río. Nos llevaba tu abuelo, por supuesto sin que nuestra madre se enterara. A ella le hacíamos creer que íbamos a la playa. Aprendimos a nadar con él. Algunos domingos cruzábamos a nado hasta las islas y jugábamos a que éramos tres exploradores buscando tesoros perdidos. Tratábamos de llevar algo que nos pareciera importante y lo enterrábamos haciendo alguna marca para volver a buscarlo en el próximo viaje. —¿Y después lo encontraban?
—Casi siempre, porque apenas llegábamos trazábamos un mapa, indicando el lugar del tesoro escondido.
—¿Y qué era el tesoro?
—El tesoro eran cosas diferentes. A veces eran golosinas que compraba papá, pero muchas veces escondíamos cosas valiosas. Me acuerdo que un día habíamos enterrado unas pulseras de plata de la abuela. Eso había sido idea mía. Jamás las encontramos, pero papá no protestó. Y por supuesto que guardamos el secreto...
—Mi mamá nunca me contó esas cosas. Si le preguntaba algo de cuando era chica me decía que no se acordaba de nada. ¿Cómo haces para acordarte de tantas cosas?
—Creo que a tu mamá no le gustaban tanto esas aventuras. Ella es más práctica, menos romántica. Le molestaba demasiado el sol, y vivía quejándose de los mosquitos, las hormigas coloradas, las moscas, el calor, el frío, la lluvia, la arena... Era muy parecida a la abuela. Venía con nosotros pero siempre protestaba y decía "Por qué no me habré quedado con mami en la ciudad". Te digo más, tu abuelo compró la quinta cuando ya éramos grandes, yo alcancé a venir algunas veces antes de irme, pero tu madre —que yo recuerde—, no ha venido nunca.
—Sí que vino. AI menos vino cuando ya estaba casada, porque yo me acuerdo bien de las veces en que veníamos a quedarnos cuando era chica. Casi siempre vinimos con ella sola, porque mi papá no podía. Humm... ¿Qué es esa asquerosidad que estás preparando?
—Mira que no voy a permitirte, ¿en? Es comida sana y natural: semillas de sésamo, con zanahorias ralladas, repollo, tomates, pimientos y copos de maíz.
—Suena horripilante. Yo quiero comer carne.
—Bueno... Tendrás que cocinarte entonces.
—Si yo no sé cocinar...
—Me parece que ya tienes la edad justa para aprender. Yo tenía apenas un par de años más que tú cuando me fui a vivir a España. Y ahí no tenía a nadie que cocinara por mí.
— ¿A los dieciocho ya sabías cocinar?
—Bueno, cocinar cocinar... para ser sincera, voy a confesarte que no todas las comidas se me quemaban. Y de las que sobrevivían al siniestro, cuando no me había propasado con la sal o las especias, o estaban crudas o demasiado sosas, pero ya sabes... "Para el hambre no hay pan duro".
La convivencia iba suavizando la relación lentamente. Si bien Mariana todavía miraba a su tía como si fuese extraterrestre, en algunos momentos se sentía atraída por esa mujer extraña, de polleras desflecadas y costumbres extravagantes, tan distinta a todas las mujeres adultas que conocía. Hasta su acento español, que al principio le chocara, contribuía a darle una cuota de encanto que le sumaba magia a la personalidad fuerte y misteriosa de su tía. Mónica puso un trozo de barro sobre la mesa y le dijo: — ¿Qué te parece si intentas modelar algo? Prueba sin miedo, como cuando eras pequeña y jugabas con plastilina. Yo me voy hasta el pueblo para buscar la correspondencia.
Cuando Mariana quedó sola, se dejó llevar por la música que había puesto su tía. Cantos gregorianos, le había dicho. Jugueteó con el barro, tocándolo apenas con la punta de los dedos, mientras su pensamiento se cargaba de nostalgias. Extrañaba. La última carta de su mamá le trajo la noticia de que la operación se haría recién a principios de noviembre, y que era muy probable que no pudieran volver antes de enero.
Al rato comenzó a amasar el barro, a apretarlo entre sus dedos, a jugar con él. Después sus manos fueron modelándolo, y poco a poco comenzó a emerger una forma humana con alas de ángel, influenciada —tal vez— por las imágenes que veía todas las tardes en los muros de la iglesia, cuando entraban a rezar, antes de su clase de religión.
Mariana sentía como si la figura de barro fuese tomando vida propia. Era extraño, pero no necesitaba pensar demasiado adonde debía poner o quitar arcilla. Se dejaba llevar por su instinto y por la música, mientras contemplaba sus manos como si fuesen ajenas, configurando la escultura.
—¿Y, Mariana, vas a ir el domingo?
—Mira Beti... no sé todavía. Los mosquitos no me atraen mucho y además no conozco a nadie.
—No conoces a nadie, pero si no vas no los vas a conocer nunca —le dijo Débora—. Va a estar recopado porque van chicos, también. No como en este colegio inmundo que somos todas minas.
—Sí, por ahí tenes razón. Donde yo vivía antes nos juntábamos chicas y chicos, pese a que a mis viejos mucho no les copaba.
Además estoy harta de pasarme los domingos a solas con mi tía.
—El otro día la vi. ¿Siempre te viene a buscar ella?
—No, ese día fue casualidad.
—Me gusta la onda que tiene, medio folk, ¿no?
—Lo que pasa es que es artesana y se viste de una forma algo estrafalaria...
—Me encantaría conocerla, nunca vi a ninguna artesana. ¿Me la vas a presentar el domingo cuando te busquemos? —dijo Betiana. —Bueno, pero todavía no sé si voy, ¿eh?
Mónica estacionó el auto frente al correo como todos los viernes. Retiró la correspondencia y decidió caminar un poco por las calles mágicas de ese pueblo perdido.
Miró las farolas antiguas, los frentes de las casas cubiertos por una pátina grisácea y verde, las rejas artísticas cargadas del misterio de otra época. Era como si el tiempo no hubiese pasado.
Desde alguna ventana abierta le llegaba el sonido de un piano, que fue apagándose mientras ella caminaba, dejando sus huellas silenciosas sobre el camino de arena.
Entró en una callecita que descendía en suave pendiente. Algunos rayos de sol se filtraban a través del techo que formaban las ramas de las acacias, al unirse en una glorieta natural y salvaje.
Continuó caminando, mientras acariciaba la carta de Ismael en su bolsillo, dilatando el gozoso momento de leerla. Sin prisa se dirigió hacia el río.
Un par de canoas descascaradas se hamacaban con el viento sobre las aguas barrosas. Los sauces remojaban sus ramas en la orilla y más allá del río, todo era un horizonte verde que se recortaba contra el cielo, y se reflejaba sobre las Ondulaciones del agua, con matices y tonalidades diferentes.
Unos pasos a sus espaldas la sobresaltaron. Al darse vuelta se encontró con un hombre que intentaba —infructuosamente— pasar
inadvertido.
Había algo en él que no le gustó. No podía precisar qué era, pero su aspecto de indiferencia estudiada, simulando un interés en el paisaje, que no concordaba con su imagen, quedó flotando en la mente de Mónica.
El viento comenzó a soplar más fuerte, levantando remolinos de arena. El instante de magia había terminado.
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Cruzar la Noche
Science FictionA las Madres y Abuelas De Plaza de Mayo. A todas las víctimas del Terrorismo de Estado. A la verdad y a la memoria. Para vivir con un pedazo basta: en un rincón de carne cabe un hombre. Un dedo sólo, Un trozo sólo de ala Alza el vuelo total de Tod...