Una noche, Lucía guardaba la ropa que su madre había traído de la tintorería, y algo cayó al suelo del estante del ropero. Lucía lo levantó: eran fotos, fotos de su padre; en unas con ella, en otras con su mamá, en muy pocas sólo y en un montón los tres juntos. Ella era una niñita que acababa de aprender a caminar y comenzaba a expresarse con palabras que, con un poco de esfuerzo, se lograban entender.
Las lágrimas acudieron a sus ojos y corrió a meterse en su cama con las fotos abrazadas contra su pecho. Escondida bajo las sábanas y con la almohada a mano para ahogar un llanto, observó, con dolor y amor, aquellas fotos que mostraban a una persona que había aprendido a querer a pesar de que nunca la había llegado a conocer.
Cerró los ojos e intentó visualizar un recuerdo de su padre, y al cabo de unos minutos volvió a abrirlos llenos de enojo e impotencia: ¡No tenía ninguno!
Los días que siguieron, Lucía no estaba como siempre. Había conseguido el papel que quería para la obra, seguía esforzándose como siempre en las clases de teatro y en la escuela seguía siendo tímida. Sin embargo, la Sra. Pérez notó que esa alegría que había aprendido a liberar en su presencia había vuelto a ser encerrada. Su vecina estaba seria, callada y parecía molesta por algo. Parecía que había retrocedió en el tiempo a aquellos días en que la muchacha tocaba el timbre de su casa, tomaba su café escuchándola parlotear, hacía sus deberes o miraba televisión y luego volvía a su departamento cuando Verónica, su madre, volvía de trabajar.
La Sra. Pérez le preguntaba qué le pasaba todos los días y la respuesta era siempre la misma:
-Nada, estoy bien- pero no se rendía y volvía a hacer la misma pregunta al día siguiente.
Hasta que un día Lucía no pudo contenerse más, y con un tono de voz bastante más alto de lo normal dijo:
-¿Sabe que es lo que me pasa? Vivo mi vida haciendo de cuenta que es totalmente normal, que no tiene ningún defecto ¡pero sé que no es verdad! No tengo amigos, sólo veo a mi mamá para desayunar o cenar, me escondo bajo una peluca porque me da miedo darme a conocer, paso más tiempo en la casa de mi vecina que en la mía propia, ¡y todo por un padre muerto que ni siquiera puedo recordar!- La Sra. Pérez comprendió, pero guardó silencio por unos minutos para que la muchacha se calmara, y luego dijo:
-En la vida, las cosas pasan. A veces no como las esperábamos o las imaginábamos, pero sí como tienen que pasar. Y para poder seguir adelante sin tener esa pesada mochila sobre la espalda, hay que aprender a perdonar, a los que nos rodean y también a uno mismo, para comprender que ninguno tiene control sobre esas cosas, sólo suceden, y el enojo no las soluciona-
Lucía salió corriendo del departamento y fue a su casa a enterrar sus lágrimas, su miedo y su enojo en un almohadón.
Sin embargo, por la noche, pisando la hora en la que cenicienta debe abandonar el baile, sonó el timbre en casa de la Sra. Pérez, quien al abrir la puerta, fue asaltada por el abrazo de una muchacha agradecida que le explicó:
-Cuando mi padre murió, yo tenía casi dos años. No tengo memorias de nada de lo que sucedió en esa época con mi papá, y eso me enojaba tanto que me encerré en lo profundo de mí ser con el fin de esconderme del mundo a modo de castigo. Usted fue la única, además de mi mamá, capaz de atravesar esa barrera que yo misma había construido, e incluso abrió un pequeño hueco a través del cual me mostró el mundo. Hace unos días noté esa abertura y volví a cerrarla por temor, pero esta tarde usted logró derrumbar todo mi muro y con un solo golpe. Por eso vine a agradecerle todo lo que hizo por mí, no se imagina el bien que me hizo. Ahora veo el mundo y sé quién soy.
La Sra. Pérez la abrazó sonriendo con dulzura y luego la despachó para su casa debido a la hora que era.
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Encontrando a mi verdadero yo
Short StoryLucía, una muchacha tímida e introvertida, vivía encerrada en su departamento al cuidado de su vecina. Hasta que una peluca la hace salir de su exilio voluntario y encontrar toda la confianza en sí misma, su verdadera pasión y su verdadera identidad.