Pequeña Historia

55 3 0
                                    

Y allí estaba yo, llorando desconsoladamente. No lloraba por nada en concreto. Simplemente, hoy era uno de esos días en los que te apetece llorar sin más. El sol brillaba en lo alto de un cielo tan azul como el mar, en el cual no se vislumbraba ni una sola nube. Estaba sentada sobre mi cama mirando fijamente a un reloj que no parecía descansar nunca. Pero así debía ser porque, de lo contrario, ¿quién nos ayudaría a saber los horarios para poder realizar nuestra apretadísima agenda?

Cualquiera hubiera pensado que estaba perdiendo el tiempo miserablemente, pero la verdad es que no se podía hacer muchas cosas cuando estabas encerrada en una habitación apenas amueblada y con paredes completamente blancas. Yo no quería estar allí, pero no me quedaban muchas más opciones, puesto que yo vivía en un manicomio. Yo no estaba loca. Simplemente, esperaba un momento que jamás llegaría, pero yo tenía esperanzas en que sucediera. Mis únicos consuelos eran un papel y un boli. Ellos eran mis mejores y mis únicos amigos. Ellos eran los únicos que me entendían cuando nadie más lo hacía. Y por eso los utilizaba para escribir un mundo mágico; un mundo paralelo a la realidad en el que podía vivir como yo quería. Y por fin lo conseguí. Estaba viviendo a mi manera. Tenía un hogar, una familia y un marido que me amaba con locura. Podía sentir el aire y ser libre sin que la gente me mirara como si estuviera loca o me señalaran por la calle. Por fin podía sentir eso y mucho más aunque en ese nauseabundo lugar donde se encontraba mi horrible y aburrida habitación de paredes blancas y apenas amueblada hubiera un cuerpo inerte y mortalmente pálido tendido encima de la cama.

Pensamiento en versoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora