9. Tejones y Serpientes

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La clase del lunes por la mañana era de aquellas en las que de verdad quieres poner atención, pero simplemente resulta imposible. El profesor Binns se encargaba de que cualquier atisbo de interés que tuviésemos, se esfumara por completo apenas comenzaba a relatarnos con su monótona voz (en casi dos décadas sus métodos no habían cambiado en absoluto) sobre los conflictos entre los centauros y los magos desde el siglo XV.

Yo jugueteaba con la pluma, mientras esperaba que sonaran la campana, que indicaría el final de la clase y el comienzo de la siguiente. Luego vendría Transformaciones, y no es que desease fervientemente ver clase con McGonagall, pero al menos me mantendría despierto. De hecho, sería imposible dormirme.

La sesión doble de Historia de la Magia terminó, y fui unos de los primeros que salieron de allí. Tomé las escaleras que me llevarían hasta el piso inmediatamente inferior, donde estaba el aula de Transformaciones. La profesora nos esperaba sentada en su escritorio, con su imperturbable gesto estricto y su elegante moño.

Al entrar, elegí uno de los puestos de la tercera fila. No me apetecía sentarme tan adelante, pues normalmente los que se sentaban allí eran blanco de preguntas por parte de la también subdirectora. Los demás comenzaron a llegar, y cuando intenté recordar con cuál casa compartíamos esa clase, vi por el rabillo del ojo que una chica de Hufflepuff se había sentado en el espacio vacío a mi lado.

McGonagall llevaba en sus brazos una gran caja con candelabros dentro, e iba dejando uno en cada pupitre doble.

—¿Pudo conseguirlo su amigo este sábado, señor Black? —preguntó McGonagall cuando llegó hasta mí.

—¿Disculpe?

—Alguien preguntó por usted. Dijo que lo había buscado por todos lados en Hogsmeade.

No respondí de inmediato. En mi cabeza estaba intentando pensar quién podía haber estado buscándome. La profesora debió haber reparado en algún gesto de mi rostro, porque tensó los labios y dijo:

—¿Dónde estaba, señor Black?

De pronto caí en cuenta. Alguien seguramente me había visto desaparecer en aquel callejón, y esa era una forma discreta de delatarme. Pasaban los segundos, y aún no había encontrado respuesta.

—Estaba conmigo —dijo una fina voz.

Hannah Abbott estaba sentada en el otro extremo del aula, junto a un chico rubio que me miraba con desagrado.

—Es cierto —alcancé a decir.

La muchacha se levantó, y tomó uno de los candelabros de la caja que sostenía McGonagall.

—Fuimos a caminar por el pueblo. Tal vez por eso no se nos veía en ningún local —la rubia usaba un tono extraordinariamente convincente—. Luego nos metimos en Zonko, y ya ve cómo se pone de lleno. Desde fuera es imposible ver quién está.

—Bien —dijo parcamente la profesora, tras lo cual solté un suspiro. Al parecer dio el tema por zanjado, pues siguió repartiendo los candelabros, y cuando llegó a la última fila, se dirigió a toda la clase—. Hoy practicaremos lo que vimos la clase pasada. Convertiremos un objeto inanimado en un ser vivo. Esta vez no se trata de ratas o escarabajos. Están en un nivel avanzado, y el hechizo que practicaremos requiere animales grandes. La clave está en que al momento de pronunciar el hechizo, deben pensar en las características exactas del animal: peso, color, tamaño y sexo. Deben pronunciar fuerte y claro: obiectum veret. Ubíquense en parejas, y para cualquier duda que tengan, consulten la página novecientos dieciséis de la Guía Avanzada de Transformaciones.

Más allá [Regulus Black]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora