Prólogo
La noche era húmeda debido a la constante lluvia que caía desde hace un par de horas. Podía sentirse el delicioso olor de la tierra mojada y ese aire helado que choca contra los cuerpos de las pocas personas que caminan por las calles.
La calle 14 estaba desierta, a excepción de una pareja que caminaba con paso rápido en dirección al bosque. La pareja era joven, ninguno de los dos debía pasar de los 23 años.
La mujer estaba pálida, tiritando, pero no lo hacía por el frío sino por el miedo. Estaba más delgada que de costumbre, unas sombras moradas se asentaban debajo de sus pequeños ojos color chocolate. Estaba con un vestido gris, suelto, le llegaba un poco por debajo de sus delgadas y maltratadas rodillas. Su abrigo negro, roto y remendado con otro tipo de tela era un poco más largo. En sus manos cargaba una pequeña caja, la cual trataba de proteger con su abrigo.
El hombre también era delgado, un poco más alto que la mujer. Tenía un brazo rodeando a la mujer para hacer que se apresurara. Vestía un abrigo más viejo que el de la mujer, y un pantalón que estaba plomo por lo desgastado. Sus zapatos tenían unos pequeños huecos por los que entraba el agua. Su cabello estaba mojado y le caía sobre la frente.
Atravesaron el bosque lo más rápido que les permitían sus piernas. La mujer soltaba pequeños gemidos cada vez que chocaba con alguna rama de los árboles más pequeños. El hombre aseguraba que estaban en la dirección correcta.
Por fin llegaron hasta la casa que buscaban, la única que podrían encontrar en aquel lugar. Tocaron la puerta, no muchas veces porque no querían parecer desesperados. Pero lo estaban.
No hubo respuesta.
— ¿Estás seguro que la casa no está abandonada como dicen? — preguntó ella en un susurro.
El hombre volvió a tocar la puerta con los nudillos. Esperaron 30 segundos más antes de que les abrieran la puerta.
Un hombre de aproximadamente 30 años estaba de pie, agarrando con una mano el picaporte de la puerta para cerrarla en cualquier momento. Era musculoso, algo no muy común en aquella época en la que apenas alcanzaba el dinero para comer o para hacer ejercicio. Este hombre se veía bien alimentado, con las mejillas de un color rosa suave, el cabello bien recortado. Enarcó una ceja al verlos.
— ¿Qué quieren? — preguntó el hombre.
— Asilo. — respondió la mujer con voz temblorosa.
— ¿Asilo? — preguntó el hombre divertido.
— Acabamos de ser padres. — explicó el hombre que acompañaba a la mujer.
— ¡Felicidades! Pero hasta donde yo sé, el hijo no es mío, así que no es mi responsabilidad darles asilo. — dijo el hombre soltando una carcajada.
— Es una niña. — dijo la mujer.
— En ese caso, la niña sigue sin ser mía.
— No tenemos a dónde ir. — explicó el hombre delgado. — Sabemos que tú tienes espacio, que tú nos podrás ayudar. Haremos lo que quieras.
— No nos van a dejar estar juntos. — siguió la mujer. — Nosotros queremos estar juntos.
— Y dime, querida, si tuvieras que escoger entre tu adorado esposo y la niña, ¿a quién elegirías?
— ¿Qué? — preguntó la mujer, abriendo sus ojos de par en par.
— Me escuchaste, y seguramente saben cómo son los tratos conmigo, me tienen que dejar algo si quieren mi ayuda. Te dejo la elección para que luego no digas que soy cruel: tu esposo o la niña.
— ¿Qué puedes querer tú con mi hija? — preguntó el hombre delgado, dando un paso adelante, como si así fuera a protegerlas.
— Comérmela. — Le respondió el hombre con una sonrisa sarcástica que enseñaba los dientes. — Elije, Saraí, te estoy haciendo un favor. Elijas lo que elijas te voy a dar una casa en otro pueblo, la casa será tuya, serás la única dueña, ¿te vas a dar el lujo de rechazar algo así? Las casas no caen del cielo.
— Sólo tiene 5 días de nacida.
— ¡Mejor aún! Ni deben estar encariñados. Aunque siempre puedes dejarme a tu esposo.
— ¿Qué harías con la niña? — preguntó la mujer. El hombre corpulento no pudo evitar sonreír al escuchar cómo cambió la mujer cuando hablaba de ella, ya no era "mi hija", era la niña. Estaba claro, no la elegiría a ella.
— Ya te lo dije, comérmela.
— Podemos trabajar para ti. — ofreció el otro hombre. — Lo que quieras que hagamos, lo que ordenes, seremos tus sirvientes.
— Yo no necesito sirvientes.
— Por favor. — suplicó el hombre.
— Está haciendo frío, sino se van a decidir rápido será mejor que se vayan.
— Vámonos. — le dijo el hombre, negando con la cabeza. — No nos va a ayudar.
— No. — dijo la mujer firmemente. Su esposo nunca la había escuchado tan firme, tan segura de lo que estaba a punto de hacer. — La niña se queda. Danos la casa.
— ¡¿Qué?! — Exclamó su esposo, estaba horrorizado. — ¿Vas a dejar a nuestra hija?
La mujer depositó la caja en el suelo.
— Nunca la quise. No la quería tener, la quería por ti, pero él nos dará una casa, podremos vivir juntos, como siempre hemos querido.
— Es nuestra hija. — dijo el hombre en un susurro.
— Tendremos más hijos.
— ¿Cómo puedes dejarla con este tipo?
— No podemos criarla, no tenemos dinero, él le dará la vida que debe tener.
— No creo que ni repitiendo esa excusa de "no podemos criarla", logres aliviar tu conciencia. — intervino el otro hombre, disfrutando la escena que tenía delante de él.
— No me des consejos, limítate a darme las llaves y la ubicación de esa casa, David.
David sacó una llave de su bolsillo y la extendió hacia ella, pero no la soltó.
— No tienen derecho a acercarse a la niña, no pueden venir a verla, no pueden quererla de regreso. Ella ya no es suya.
— Dame la llave. — dijo la mujer, extendiendo la mano.
— Sólo piensa en esto, Saraí, un día él se irá, te engañará, morirá, y la única persona que te hubiera querido iba a ser tu hija.
— Dame la llave. — insistió la mujer. David dejó la llave en su mano. La mujer jaló a su esposo y se fueron caminando por donde vinieron, ninguno se dio la vuelta para ver a la bebé, quién había permanecido en silencio todo el tiempo.
Cuando el hombre bajó su mirada a la caja se dio cuenta que la niña estaba despierta, lo miraba con sus ojos grandes y oscuros. No se parecían ni a los de su madre ni a los de su padre.
David deseó que en un futuro tampoco se pareciera a ellos físicamente, porque su personalidad él la moldearía.
Se agachó y levantó la caja. La niña siguió mirándolo. Estaba tranquila, como si aquel desconocido no la asustara, como si los ruidos del bosque no los escuchara, como si nada la perturbara.
— Bienvenida a casa, Mariana. — dijo David y cerró la puerta detrás de él.
Las luces de la casa se apagaron.
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Deixar
ActionEres como te han enseñado a ser. Haces lo que te han enseñado a hacer. ¿Qué tiene que pasar para hacer a un lado todo lo que se supone que debes ser? ¿Qué tiene que pasar para abandonarlo todo?