Me he lanzado al barro. Me he lanzado y ahora estoy totalmente pringado. Es lunes y llevo tres días en Madrid, tres días en los que el vaivén de diferentes emociones me ha tenido tan mirando al cielo como bocabajo, mordiendo el suelo.
Todo ha sido muy repentino, y es que, tras la retirada de mis compañeros, llegó mi salvación: un chaval granadino al que sigo en Instagram desde hacía un año me habló desde Madrid. Yo sabía que se había mudado a la capital, pero no pensé que tuviera un sitio para mí en esta ciudad. Por un comentario que yo le puse en una foto suya en el metro, él también supo que yo me quería mudar, por lo que me preguntó que cómo me iba y si me había mudado ya. Al contarle mi historia, me dijo lo que estaba deseando escuchar: no tenía que buscar más, él y su amigo buscaban un tercer compañero de piso para mudarse a otro piso más céntrico.
En seguida hicimos muy buenas migas, entendiéndonos a la perfección y descubriendo un montón de cosas que tenemos en común que podríamos disfrutar cuando viviéramos juntos en nuestro nuevo piso. De hecho, al segundo día de empezar a hablar ya teníamos vivienda encontrada. Un piso increíble, grande y luminoso, barato y cerca del centro. Algún que otro lío de papeleo para el contrato y el seguro y el viernes podríamos entrar en nuestro nuevo hogar dulce hogar. Siendo así, no tendría que esperar más para mudarme: el viernes a las 7 de la mañana un autobús me brindaría 5 horas de viaje hacia mi sueño.
La verdad es que la casi semana que me restaba en Granada no estaba siendo precisamente fácil: el nerviosismo en el ambiente literalmente ahogaba, me tenía con una constante sensación de falta de aire en el cuerpo. Y no solo a mí, todo mi entorno estaba con los nervios a flor de piel entre llantos, insomnios y faltas de hambre. Poca gente de mis más allegados no demostraban (y siguen demostrando) preocupación por mi viaje, incluso intentos de disuadirme de la idea de que me vaya. Honestamente pienso que ha sido una de las peores semanas de mi vida, ya que he tenido que sentir y observar tantas emociones negativas que el agotamiento mental (que después se transfirió al físico) hacía parecer que nunca llegaría el día de partida.
Pero efectivamente llegó. Tras dos días de despedirme de aquellos a quienes más echaré de menos y de preparar una maleta en el último momento, era viernes 11 de septiembre a las 07:00 am. Ciertamente me relajé enormemente al montar en el autobús y que este arrancara, puesto que ya el viaje había comenzado y no había vuelta atrás, por lo que los nervios ya eran inútiles (tanto si las cosas salían bien, como si salían mal). 5 horas de siesta y 2 películas más tarde, estábamos aparcando en la estación sur. Al entrar a Madrid, la verdad, habría pensado que seguíamos en Granada si no fuera por el mapa de la pantalla del bus. Quizás el estar recién despierto le quitó emoción al asunto.
Tal y como prometió, mi compañero estaba allí firme, delante de mí, esperándome. También me prometió (y cumplió) que me daría un abrazo en cuanto me viera, cosa que le pedí porque tenía miedo de no mantenerme en pie por el impacto de saber dónde estaba. La verdad es que la acogida fue de lo mejor, porque se encargó de que me sintiera bien y tranquilo mientras cogíamos líneas de metro que yo no entendía.
La cosa cambió cuando la casera nos informó de lo siguiente: el contrato no estaba listo porque a la gestoría no le había dado tiempo de prepararlo y tendríamos que esperar al lunes. Eso implicaba que yo me tendría que alojar durante tres días (de prestado) donde ya estaban mis dos nuevos compañeros. Y el hecho de tener que esperar para estrenar nuestro nuevo hogar no fue lo peor, sino más bien el llegar a aquel "lugar" donde ellos habían estado viviendo hasta el momento: Más pequeño que el piso de la Polly Pocket, con decoraciones-reliquias que no encontraría ni en casa de mi tatarabuela, sucio hasta el punto de no poder entrar a la cocina porque me daban arcadas y prácticamente hecho pedazos. Es decir, un lujo. Además, sus habitantes resultaban de lo más variopinto, ya que resultó ser que el casero, su hermano y dos amigos vivían allí con sus alquilados. Y no sólo vivían allí, sino que amenizaban la estancia con conversaciones sobre robos, atracos, asesinatos e incluso con alguna pelea a navaja en mano en mitad del salón.
ESTÁS LEYENDO
Este es mi plan
Non-FictionEsta no es la novela juvenil que estás esperando leer si lo que quieres es una historia de la que puedas esperar el final, pues lo cierto es que ni yo, escritor y protagonista, sé cómo acabará. Esta es mi historia, que trata de cómo en un momento de...