La negociación

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-¿Qué es lo que tendría que hacer exactamente? -preguntó Carol, incapaz de seguir conteniendo la curiosidad. Se mordió el labio inferior, nerviosa, impaciente.

-Te desnudarás frente a mí. Yo estaré cerca, pero no tan cerca como para incomodarte -el tono aterciopelado de su voz masculina hizo que su cuerpo comenzara a revolverse con interés -y después, te vestirás con la lencería y los zapatos que yo elija para tí.

-¿Eso es todo?

-Por el momento -respondió Miguel, evasivo.

-¿Cómo, por el momento?

-Es suficiente para empezar, Carolina. Es mejor que vayamos poco a poco.

Pero no había llegado hasta allí para que le contara lo que ella ya sabía. Quería más.

-¿Qué más, Miguel? Eso ya lo suponía -el tono afectado de sus palabras hizo reír al hombre con cierta condescendencia. Le daría algo más. Algo que la hiciera pensar y plantearse de verdad si quería prestarse a sus juegos fetichistas.

-Podemos escuchar algo de música juntos, o tal vez quieras compartir conmigo una copa de vino, o algo de comer -explicó de manera pausada. Sonrió de medio lado y clavó en ella los ojos oscuros-. Puede que te apetezca tocarte...

-¿Tocarme? -interrumpió ella, sin poder esconder la turbación de su voz. Él asintió con expresión neutra, pero con un brillo depredador bailando en los ojos oscuros.

-O que te apetezca tocarme a mí.

-Dijiste que nada de tocar -dijo con brusquedad Carolina, echándose hacia atrás y cubriendo su pecho con los brazos cruzados, de pronto asustada por la posibilidad de que se tratara de algo más que una experiencia voyeur.

-Cumpliré lo que te he dicho, no te pondré un dedo encima. Pero sí tú decides hacerlo... No me defenderé.

Por un momento, engarzaron las miradas, intentando leer en qué estaba pensando el otro y descifrar sus verdaderas intenciones. Carolina se preguntaba cómo sería acariciar la cuidada y recortada barba, deslizar los dedos por la línea entre sus labios o atreverse a comprobar la envergadura de su sexo sin que él pudiera tocarla.

Cerró los muslos debajo de la mesa y los frotó lentamente, cubiertos por la servilleta apoyada en su regazo, para aliviar el dolor y la necesidad de sentirse penetrada. Percibió la humedad entre sus piernas y cambió de posición en la silla, envarándose, de pronto consciente del roce del encaje del sujetador sobre sus pezones erectos y del cosquilleo en las yemas de sus dedos. Estaba muy excitada, y sus ojos verdes se lo hicieron saber a Miguel de un modo directo y descarnado.

Él ponderaba si valdría la pena perder la posibilidad de satisfacer un capricho muy extravagante, y muy pocas veces al alcance de su mano, por seducirla y llevarla en ese mismo instante a una de las lujosas habitaciones del Ritz y follársela hasta caer ambos exhaustos.

Sus ojos casi negros se oscurecieron aún más y la corriente de atracción que se estableció entre ellos hizo que permanecer en silencio se hiciera insostenible. Carolina rompió el momento, abrumada por el deseo brutal que sentía, y continuó la conversación intentando que su voz sonara controlada.

-Muy bien. Supongamos que estuviese dispuesta a hacerlo -aventuró.

Miguel se tomó unos segundos en contestar. La estudiaba sobre el filo de la copa de vino, sostenida frente a sus labios, buscando en su rostro alguna señal de que lo que hablaban no era tan sólo un juego de suposiciones, pero la joven no permitía ninguna certeza.

Apartó la idea de dejarse llevar por la pasión y la satisfacción de sus instintos más primarios en beneficio de algo que le supondría un placer más profundo, pero a más largo plazo.

-Supongamos. Primero hay que decidir el lugar. Como te he dicho, las condiciones las pone siempre la...modelo -expuso, deteniéndose un instante para buscar la palabra que más se acercara al extraño papel.

-¿Tal vez un hotel?

-Podría ser.

-¿El hotel donde yo me hospede?

-Donde te sientas más cómoda.

Ella pareció pensarlo, y asintió sin decir nada. Trajeron los primeros platos a degustar y concentrarse en la comida les permitió aliviar la tensión que ambos sentían. Miguel le sirvió un poco más de vino, y por unos minutos, simplemente disfrutaron de las vieiras con salsa de soja, las verduras en tempura y la ensalada templada con langostinos en pequeños cuencos de porcelana blanca.

Carolina se limpió los labios con la servilleta con suavidad, dejando un pequeño rastro de carmín en la tela; Miguel parecía ausente, desapasionado, casi lejano. Se preguntó si estaría perdiendo el interés en todo aquello y decidió continuar con el juego.

-¿Y que hay de la hora?

El sonrió, con un gesto desprendido que mostraba divertimento y cierta impaciencia.

-Tus condiciones, Carolina. A la hora que tú quieras.

Ella le dio un par de vueltas, sintiendo que de nuevo aquella boca plena de labios rosados y dientes perfectos la apartaban de su línea de pensamiento.

-Después del trabajo podría estar bien -murmuró, casi sin pensar.

De pronto la invadió un súbito temor. No. Después de trabajar, no. Mejor tener una vía de escape, una coartada, una excusa para poder retirarse si las cosas se complicaban. Un lugar al que ir y personas que la esperasen a una hora determinada. De manera que, si le ocurría algo, se preocuparan de su suerte.

-Mejor a medio día. Tengo un par de horas para comer -murmuró, preguntándose si todo aquello tenía algún sentido. Le daba las respuestas como si fuera a ocurrir en realidad.
Y de pronto, Carolina lo supo. Iba a ocurrir. Lo iba a hacer. Tomaría sus precauciones, por supuesto, pero la curiosidad, el morbo y la excitación que sentía ante la propuesta la estaban intoxicando. Tenía que hacerlo realidad.

-La próxima semana, Miguel.

Él levantó la cabeza bruscamente, sorprendido con el tono firme de su afirmación. Volvió a sonreír, esta vez con un tono esperanzado y asintió.

-¿Hay algo más que quieras saber?

-No. Pero tengo una petición. Necesito que traigas unas esposas.

El hombre fetichistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora