Los nervios la traicionaban al atravesar con paso rápido la recepción. Iba directa hacia los ascensores cuando una amable recepcionista llamó su atención.
-Señorita Bauer, tiene unos paquetes a su nombre -le informó, desplegando sobre el mostrador varias bolsas de aspecto lujoso.
-Por favor, haga que me las suban a la habitación -rogó, rechazando el llevárselas ella misma.
Tan sólo faltaban unos diez minutos para que llegara Miguel. Había contado con poder disfrutar de una ducha, arreglarse el pelo y deshacerse del aspecto de llevar toda la mañana de reunión en reunión, pero un problema de última hora la había retenido más de lo previsto y ahora tenía el tiempo justo para no pensar.
Llamaron discretamente a la puerta y el corazón le dio un vuelco. Se calmó al entender que serían los paquetes e hizo pasar al asistente, despachándolo con una propina, algo más brusca de lo que realmente pretendía.
Las instrucciones eran claras: no podría abrir nada hasta que él llegara. Pero sí podía adivinar su contenido.
La bolsa más grande guardaba una caja blanca satinada con elegantes letras negras y barrocas. Bordelle, rezaba la marca. Seguramente la lencería.
Otra más pequeña, con una caja cuadrada de zapatos, con el rojo inconfundible de los Louboutins.
La siguiente, de Agent Provocateur contenía unas medias.
El último bulto estaba envuelto en papel de embalar y llevaba la etiqueta de una dirección de Madrid. Serrano. ¿Sería su casa?
Retocó rápidamente su ligero maquillaje y arregló su melena corta, negra y muy lisa. Apretó el vaporizador de su perfume favorito y se alisó las arrugas del vestido azul eléctrico y corte lápiz que llevaba.
Su corazón latía desbocado y mil pensamientos cruzaban su mente, en un rápido balance entre lo bueno y lo malo, lo atractivo de la situación y sus potenciales peligros.
Echó un vistazo rápido a su reloj de pulsera, y justo a las dos en punto, unos golpes secos agitaron el silencio de la habitación.
Carolina exhaló lentamente, intentando controlar el temblor de sus manos, la sequedad de su garganta, la vacilación en su voz al hacerlo pasar a la confortable habitación.
-Pasa. He pensado que podrías sentarte aquí -explicó, atropellando las palabras y posando sus manos en una silla de cuero blanca, que había apartado justo delante del gran ventanal.
-Hola, Carolina, está bien -repuso él, distraído. En realidad no le había prestado demasiada atención. Parecía más interesado en inspeccionar los paquetes sobre la cama. Carol se relajó un poco y dejó de retorcer sus dedos: desde luego, no daba la impresión de que fuera a abalanzarse sobre ella.
Miguel empezó a desenvolver el paquete de papel marrón sobre la pequeña mesa redonda. Una botella de agua con gas Perrier, pistachos de Irán, un paté con pequeñas tostadas al lado y un cuenco con frambuesas. Carolina frunció el ceño y él emitió una media sonrisa.
-Esta es mi hora de comer - explicó con tono algo culpable-. Necesito picar algo, no tomo nada desde el café de la mañana.
-Claro -murmuró ella. ¿Qué otra cosa podía decir? Le echó un vistazo rápido al reloj. Las dos y cuarto. Tenía que estar de vuelta en el estudio de arquitectura como muy tarde a las cuatro.
-¿Tu no quieres tomar nada? -ofreció Miguel, tendiéndole el precioso recipiente de cristal con los frutos secos. Ella negó con la cabeza, estaba demasiado nerviosa para comer nada.
-Eres un sibarita -intentó bromear, cruzando los brazos en un gesto inconsciente para cubrirse de la mirada intensa y oscura de Miguel.
-Tengo poco tiempo libre e intento disfrutar de las pequeñas cosas -replicó él, pero hizo un gesto quitándole importancia y desvió los ojos hacia la cama-. ¿Por qué no abres los paquetes?
Carol asintió y sacó la caja de Bordelle. Desató el lazo negro de terciopelo que la cerraba, sintiendo que el nerviosismo daba paso al entusiasmo al apartar el mullido papel de seda que envolvía la pieza. De cerca era todavía más espectacular, a la luz del sol, el brocado de oro resaltaba sobre el verde esmeralda de la seda del corpiño, y el satén negro de las tiras brillaba sedoso. Estiró con esmero la pieza encima de la cama y dejó debajo el pequeño tanga de tul transparente que hizo que sus mejillas enrojecieran. No iba a dejar nada a la imaginación; visualizó su monte de venus, suave y completamente depilado separado tan sólo por la casi transparente tela negra de la mirada de Miguel y la contracción de su sexo la pilló por sorpresa. Se dio la vuelta para observar a Miguel, cruzando por su mente la idea de que él sabía que se estaba excitando, pero él la miraba en silencio, bebiendo agua de una copa de cristal, acomodado en la silla con el aspecto de que nada ni nadie podría moverlo jamás de allí, y una expresión expectante pero serena en su rostro.
Carol sacó ahora la caja de zapatos. Le encantaban los zapatos y estos eran erotismo puro para los pies. De un charol negro impecable, una pequeña plataforma y un tacón afilado de catorce centímetros que destacaba tras la suela roja característica de los Louboutins. Tres tiras con sus pequeñas hebillas atravesaban el empeine. Eran unos zapatos para lucir en la alcoba, perfectos para la pieza de lencería que reposaba sobre la cama, no estaban pensados para la calle. Estaban pensados para el sexo.
Los puso con cuidado en el suelo y estiró las medias de seda con costura al lado de la lencería. Ya estaba todo.
Notaba la piel desprender un calor extraño, se había sorprendido respirando de manera entrecortada por los labios húmedos y sentía su sexo tenso, casi agarrotado por la anticipación.
No tenía ningún sentido seguir dilatando el momento y se acercó a Miguel.
-¿Has traído las esposas? -preguntó, sorprendida de su propia audacia y del tono autoritario de su voz.
-Están en la caja - repuso él, lacónico. Por primera vez desde que había llegado, Carolina notó la tensión en su voz grave. Las hermosas facciones de su rostro se habían endurecido, su mandíbula estaba tensa y los ojos se habían oscurecido aún más. Tuvo que hacer un esfuerzo para arrancarse de su mirada y sacar la caja verde de aspecto militar. Las esposas eran pesadas, de acero. No eran un juguete de sexshop, eran unas esposas reglamentarias y su visión le resultó excitante.
Le costó unos segundos entender el mecanismo hasta que finalmente las abrió y se acercó con ellas a Miguel.
-Pon los brazos hacia atrás -ordenó, cortante. No iba a permitir una negativa. Él obedeció de inmediato, con esa sonrisa casi imperceptible deslizándose en sus labios. Carol se agachó tras él y ciñó las esposas en torno a sus muñecas tras el respaldo de la silla.
Tenía unas manos grandes pero elegantes, con venas prominentes y un vello castaño y suave naciendo de su dorso para hacerse algo más poblado por encima las muñecas. De uñas cuadradas y dedos largos y fuertes. Unas manos que Carol imaginó recorriendo su cuerpo y que ahora estaban confinadas a la inmovilización con el acero.
-No me importa estar esposado - dijo Miguel, la voz aún en tensión e interrumpiendo la contemplación de sus manos. Carol se incorporó con brusquedad para mirarlo-. Pero sí no confías en mí, esto no va a funcionar.
Ella ignoró la advertencia velada.
-Necesito estar segura de que no me vas a tocar. Quizás en una próxima ocasión... -se detuvo, no queriendo aventurar otro encuentro. Este todavía no había acabado y la montaña rusa entre el sí y el no seguía en disputa en su cabeza.
Miguel asintió con expresión resignada y Carol se alejó hasta los pies de la cama. Entre ellos había unos dos metros y de pronto se le antojó una distancia muy escasa.
Le dio la espalda y clavó la mirada en el espejo sobre la cabecera de la cama. Era una situación extraña. Veía el reflejo de Miguel en el espejo y le daba la espalda para esconder su timidez y el nerviosismo que la embargaba, pero a la vez la excitaba que pudiera verla de frente también, aunque fuera de manera indirecta.
Se colocó la corta melena con gesto nervioso y lanzó una mirada verde e insegura por encima del hombro. Miguel no perdía detalle de cada uno de sus movimientos. El tórax subía y bajaba en respiraciones profundas y la expresión anhelante de sus ojos oscuros la hizo sentir un poder que nunca antes había experimentado sobre un hombre. Se le escapó una sonrisa perversa, curvando los labios sin mostrar los dientes y volvió a mirar hacia el espejo, a la vez que llevaba su mano izquierda a la cremallera de su vestido. Lentamente, la deslizó desde la mitad de su espalda hasta más allá de la curva de su trasero y llevó las manos hasta sus hombros para retirar las mangas.
-Despacio -ordenó Miguel, con tono seco, cortante, implacable. Carolina detuvo el movimiento en el acto, sorprendida de la autoridad de su voz, y con lentitud enloquecedora deslizó la tela azul de su vestido, primero por sus brazos y después empujándolo con sensualidad en la zona donde se ceñía a sus caderas hasta que la tela cayó a sus pies y tuvo que dar un pequeño paso para salir de él. La habitación estaba caldeada, pero su piel se erizó dejándole la piel de gallina y se estremeció.
La respiración de Miguel se había hecho más rápida y más profunda. Carolina se volvió de nuevo, mirándolo por encima del hombro y dejando que su melena se interpusiera como un velo imperfecto ante sus ojos. Estaba en tensión, su mandíbula marcada y los músculos del cuello, prominentes y abultados. Los muslos, perfectamente delineados bajo la tela de gabardina beis del pantalón, y los hombros, cuadrados.
-Sigue, Carolina. Por favor.
El murmullo de su voz atenazada era irresistible y se volvió para quitarse el sujetador. Lo había elegido con cuidado para que resaltara el azul cobalto con su piel pálida, de un intrincado encaje que lo hacía delicado pero que cubría toda su piel. Tras unos segundos, sus dedos desengancharon por fin los broches y la prenda, sin tirantes, cayó al suelo. Sus pechos se liberaron y Carolina no pudo evitar emitir un suspiro de satisfacción pese al nerviosismo y la excitación que sentía. Se rindió a la necesidad imperiosa de masajearlos para restituir la circulación y llevó las manos hasta ellos, frotando suavemente las líneas rosadas entre ellos, donde los aros se habían clavado sin piedad.
-Date la vuelta, Carolina- ordenó de nuevo Miguel. El tono era irresistible, pero esta vez, dudó. Tan sólo la cubría la braguita de encaje y sus tacones de oficina y de pronto se sintió expuesta. Se cubrió los pechos con las manos, presa de la vacilación, pero Miguel no cedió.
-Date la vuelta. Ahora.
Carolina se volvió, aún cubriéndose los pechos, clavando la mirada en Miguel. Sus ojos eran salvajes, su boca, perversa; el deseo que trasmitía todo su cuerpo la envalentó y continuó el masaje, sin apartar los ojos de Miguel, que no se movió. Tenía los pezones erectos y adoloridos por la necesidad de contacto y cambió la fricción firme de las palmas por las yemas de sus dedos, deslizándolas suavemente por ellos, acariciándose. Sentía su entrepierna empapada y se pellizcó los pezones dejando escapar un gemido casi imperceptible y Miguel se revolvió en la silla, incómodo. Carolina desvió los ojos hacia la erección que pulsaba bajo sus pantalones y sonrió. Se sentía poderosa, peligrosa y prohibida.
-Sigue -graznó él, humedeciendo sus labios antes de emitir la palabra. Carolina esta vez no se volvió. Sosteniendo su mirada, llevó los pulgares a ambos lados de sus bragas y sin prisas, las deslizó hasta las rodillas. Sacó un pie y luego el otro, y dejó la prenda sobre la cama. Durante unos segundos, se irguió mostrándole su pálida y delicada desnudez, pero de pronto volvió a invadirla una incómoda sensación de pudor y se volvió para coger el pequeño tanga de tul. No la cubriría demasiado, pero era mejor que nada. Advirtió que el interior de sus muslos se había humedecido por la excitación de su sexo y un aroma dulzón y penetrante había invadido la habitación. La respiración de Miguel era claramente perceptible, más bien un jadeo que intentaba controlar, pero que se le escapaba de entre los labios delatando su excitación.
Los movimientos de Carolina se hicieron rápidos y bruscos, terminando de ponerse el tanga en unos segundos y cogió el corsé, por un momento desesperada por taparse, pero la voz profunda de Miguel volvió a ralentizar la escena.
-Primero las medias, Carolina. Después, los zapatos.
Ella asintió, exhalando suavemente y controlando su nerviosismo. Se debatía entre la sensación de sentirse como una diosa y como una niña haciendo algo prohibido.
Se sentó en la cama y evitando la mirada lasciva de Miguel, recogió la primera media entre sus pulgares y sus índices y la deslizó, despacio, cuidando de mantener centrada la línea de la costura con el talón cubano, desde la punta del pie hasta casi el inicio de sus muslos. Repitió la operación con la otra, esta vez con más seguridad y mirando de nuevo a Miguel, ambos sonriendo quedamente.
Él estudiaba sus largas piernas, pero también la manera en que sus pechos chocaban entre sí y contra sus brazos con cada uno de sus movimientos en un bamboleo sensual. Eran pequeños, firmes y turgentes, y los pezones sonrosados y erectos, le produjeron la sensación ilusoria de tener en la boca un pequeño caramelo de fresa, duro y redondo, y tuvo que mover la lengua para deshacerse de la alucinación. Entre tanto, Carolina ya se había calzado los tacones.
-Date la vuelta y abróchalos de pie, si puedes -ordenó Miguel. Ya no era capaz de esconder la lujuria de su voz.
Carolina entendió lo que quería ver y alcanzó las hebillas de uno de los zapatos con los brazos extendidos y sin doblar las rodillas. Sintió con vergüenza como la tira del tanga, muy pequeño, se hundía entre los pliegues de su sexo y sobre su ano e ignoró el jadeo de Miguel ante la visión. El nerviosismo traicionaba sus dedos y tardó algo más de lo preciso en abrocharse los zapatos. Cuando se alzó sobre ellos, colocando las guedejas de su melena corta tras las orejas, buscando de nuevo instrucciones de Miguel, descubrió fascinada la erección rabiosa de Miguel, tensa bajo los pantalones. Había separado los muslos, buscando algo más de espacio y se había recostado en el respaldo de la silla.
-La próxima vez, te pondrás el tanga al final -advirtió, con voz baja, aterciopelada, imposible de ignorar.
Carolina sintió sus mejillas ruborizarse de un rojo encendido, pero asintió. Nunca había estado tan excitada. Sus músculos vaginales se contraían con dolor, los pezones rugían por ser tocados y sentía los labios hinchados, ingurgitados por la necesidad de besar y ser besados.
Sabía que habría una segunda vez.
Se volvió y alcanzó la prenda que faltaba. Lentamente metió los brazos por los tirantes, acomodando la tela a su torso y abrochando por delante la línea de diminutos broches.
Miguel no perdía detalle, bebiéndose la figura de Carolina, ahora parcialmente cubierta con la lujosa lencería, sin parpadear. Ella recuperó parte de su seguridad al cubrirse un poco la piel, y con una sonrisa traviesa, se acercó unos pasos hasta él. Se detuvo y enganchó tres de los corchetes, lentamente. Se acercó un poco más, de manera que Miguel tuvo que alzar la mirada para seguir el movimiento de sus dedos, ya cerrando la zona del pecho. Y un poco más, hasta que se atrevió a avanzar entre los muslos abiertos de Miguel.
Ambos tenían la respiración entrecortada. Miguel desplazó su cuerpo hacia Carol en un movimiento inconsciente, pero las esposas estaban bien ceñidas y sintió un dolor lancinante cuando el acero se clavó en la piel de sus muñecas. Carol sonrió. Había sido una buena idea.
Su sonrisa se tornó perversa cuando tomó entre sus manos el pequeño cuenco de frambuesas y probó una. La explosión de dulzor en su boca no sólo fue por la madurez perfecta de la fruta. Todos sus sentidos estaban alterados. Percibía el olor masculino y almizclado de Miguel, el aroma de la esencia de su sexo y el de las frambuesas, mezclado en un cóctel que le produjo un leve mareo, pero no vaciló.
Apoyó una rodilla en el estrecho espacio de la silla de cuero que quedaba entre las piernas abiertas de Miguel, y éste dio un respingo, inhalando aire con brusquedad, ansiando que desplazara la rodilla tan sólo unos centímetros más y se apoyara sobre su pene hinchado hasta el dolor, pero ella había entendido el juego demasiado bien y en ningún momento lo tocó.
Miguel tampoco se movió, pese a sentir verdadera desesperación por probar el tacto de su piel. Sabía que si la tocaba, toda la confianza construida en aquella sesión se desmoronaría como un castillo de naipes, así que cuando ella le exhortó para que abriera la boca y recibiera de su mano las frambuesas, intentó ignorar el calor que desprendía su cuerpo y se concentró en saborear los frutos, con la mirada engarzada en los ojos verdes y felinos de Carolina hasta que el cuenco quedó vacío y lo depositó sobre la mesa.
Aquel gesto sentenció el final de la sesión. El silencio en la habitación era tal que se habría escuchado la caída al suelo de un alfiler, sólo invadido por las respiraciones erráticas de ambos, la rápida y nerviosa de Carolina. La profunda y más jadeante de Miguel.
No le pidió que se vistiese despacio. Una prisa impaciente se apoderó a Carolina al darse cuenta de que llegaría tarde a su reunión. En realidad, no le importaba.
La experiencia había sido brutal, demoledora. La excitación, devastadora y con un grado de complejidad que nunca antes había experimentado.
Cuando se arrodilló tras Miguel para quitarle las esposas, se atrevió a formular la pregunta que llevaba rondando su cabeza desde que empezó a vestirse de nuevo.
-¿Nos volveremos a ver?
Miguel se puso de pie, algo más recuperado el control de su cuerpo, y se frotó las muñecas adoloridas, acariciando con los ojos el rubor de las mejillas de Carolina, sus labios entreabiertos y el recuerdo de su olor.
-¿Quieres que nos veamos?
Ella asintió, mordiéndose el labio, consciente de haber desvelado su ansiedad por revivir la experiencia.
-Hasta la semana que viene, entonces.
-De acuerdo -susurró ella, dirigiéndose hacia la puerta con la chaqueta colgando del brazo y el bolso, del hombro.
-Carolina...
Ella se volvió, sorprendida de que no la siguiera hacia el pasillo exterior.
-¿Me permites quedarme unos minutos en la habitación?
Carolina lo miró interrogante y algo impaciente. Ni siquiera cogiendo un taxi iba a llegar a tiempo a la reunión de la tarde.
-¿Qué necesitas, Miguel?
Él le lanzó una sonrisa torva, la miró con intensidad y señaló más abajo de su cintura.
-Necesito resolver un problema antes de enfrentar el trabajo de la tarde, o me volveré loco.
Fue entonces cuando Carolina advirtió la erección que aún se alzaba bajo la bragueta de su pantalón.
Reprimió una sonrisa traviesa, asintió sin emitir palabra y cerró la puerta, percibiendo de nuevo mientras caminaba hacia los ascensores esa inesperada sensación de poder.
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El hombre fetichista
CasualeCarolina descubre, por pura casualidad, una tienda muy especial, casi clandestina. Mientras contempla la maravillosa oferta de lencería, recibe una proposición muy atrevida. ¿Se atreverá Carolina a llevar a la realidad una fantasía?