La culpa la tuve yo

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Era creer en la magia sí o sí
el primer día que la vi,
quise escribir y no supe qué decir.

Era una conversación,
los pelos de punta
y el punto de no retorno: su mudanza a mis laureles.

Eran los fuegos artificiales
que precedían el beso de la película
en la que fuimos protagonistas.

Era el primer comino que me importaba,
sexo caliente cada mañana
y veintinueve formas de darle nombre a mi migraña.

Era la palabra en la punta de la lengua,
el octavo pecado capital
y refutar la Ley de Gravitación Universal.
A la vez.

Era la derrota en las dos caras de la moneda
y la metafísica de saber
quién de las dos saldría perdiendo
sin siquiera tener nada.

Era el crímen perfecto,
mi manzana de la discordia.
Era una guerra de Troya
a medida y en bucle.

Era perfecta
y su único lastre
era yo.

Era ella,
mucho antes de entender
que ella era.

La culpa la tuve yo.

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