Et la mort, implacable, les invite à la danse - Claudia

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Diminutos trozos de cristal crujieron bajo los zapatitos de Claudia conforme avanzaba hipnotizada allá adonde la llevaban sus pies. Cada pequeño fragmento de vidrio reflejaba con pobreza el macabro escenario y destellaba tímidamente gracias a la luz artificial que se colaba por las ventanas destrozadas. La putrefacción y la muerte esperaban por ella en el recibidor, abrazándola, explorando los más recónditos rincones de su cuerpo como a un cadáver un coro de gusanos. Le daban la bienvenida sabiendo que ella pertenecía a aquel mundo, y aun así, mantenía esa belleza inmortal mucho después de que la muerte la hubiera alcanzado.

Y por ello, sentían curiosidad y envidia a partes iguales. La recibían, pero también querían desgarrarla como las severas garras de un terrible animal.

La hija de la noche sintió el aroma de la sangre fresca en el piso superior, y siguió la estela de ratas muertas que prometía conducirla hasta el creador de toda aquella onírica escena grotesca. Cruzó el gran vestíbulo que, según recordaba, en el pasado había sido el punto central de aquella habitación junto con una magnífica escalinata que describía una elegante curva, bordeada por una barandilla dorada y lujosamente enmoquetada en oro y escarlata. Los peldaños, ahora podridos y cubiertos por una espesa capa de polvo gris, ascendían hacia el interior de la más absoluta oscuridad.

Era como una mujer anciana que en un tiempo fue hermosa, pero a la que la vida le había arrebatado la belleza. Tal como fue aquel lujoso y elegante hotel, con lámparas de gas ardiendo e iluminando las galerías llenas de la flor y nata de los años veinte bajo aquellos techos cubiertos de frescos que hoy lucían agrietados y ennegrecidos; las columnas, a ambos lados, aun conservaban sus hermosos relieves con motivos de hojas y flores. En el suelo del piso superior quedaban restos de la que fue una lujosa alfombra, y ante ella, dos largos pasillos a izquierda y derecha. En el centro, los dos huecos vacíos de los ascensores eran custodiados bajo la atenta mirada de lo que una vez fue la pobre imitación de alguna escultura clásica de la antigua Grecia. El lugar estaba destrozado, las puertas de bronce bruñido de los ascensores lucían arrancadas, siendo ahora un retorcido amasijo de metal herrumbroso. Ambos pasillos, llenos de puertas, revelaban definidas huellas ensangrentadas de un par de manos...



Au clair de la luneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora