CAPITULO#35

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Elizabeth se despertó a la mañana siguiente con los mismos pensamientos y cavilaciones con que


se había dormido. No lograba reponerse de la sorpresa de lo acaecido; le era imposible pensar en otra cosa.


Incapaz de hacer nada, en cuanto desayunó decidió salir a tomar el aire y a hacer ejercicio. Se encaminaba


directamente hacia su paseo favorito, cuando recordó que Darcy iba alguna vez por allí; se detuvo y en


lugar de entrar en la finca tomó otra vereda en dirección contraria a la calle donde estaba la barrera de


portazgo, y que estaba aún limitada por la empalizada de Rosings, y pronto pasó por delante de una de las


portillas que daba acceso a la finca.


Después de pasear dos o tres veces a lo largo de aquella parte del camino, le entró la tentación, en


vista de lo deliciosa que estaba la mañana, de pararse en las portillas y contemplar la finca. Las cinco


semanas que llevaba en Kent había transformado mucho la campiña, y cada día verdeaban más los árboles


tempranos. Se disponía a continuar su paseo, cuando vislumbró a un caballero en la alameda que bordeaba


la finca; el caballero caminaba en dirección a ella, y Elizabeth, temiendo que fuese Darcy, retrocedió al


instante. Pero la persona, que se adelantaba, estaba ya lo suficientemente cerca para verla; siguió andando


de prisa y pronunció su nombre. Ella se había vuelto, pero al oír aquella voz en la que reconoció a Darcy,


continuó en dirección a la puerta. El caballero la alcanzó y, mostrándole una carta que ella tomó


instintivamente, le dijo con una mirada altiva:


--He estado paseando por la alameda durante un rato esperando encontrarla. ¿Me concederá el


honor de leer esta carta?


Y entonces, con una ligera inclinación, se encaminó de nuevo hacia los plantíos y pronto se perdió


de vista.


Sin esperar ningún agrado, pero con gran curiosidad, Elizabeth abrió la carta, y su asombro fue en


aumento al ver que el sobre contenía dos pliegos completamente escritos con una letra muy apretada.


Incluso el sobre estaba escrito. Prosiguiendo su paseo por el camino, la empezó a leer. Estaba fechada en


Rosings a las ocho de la mañana y decía lo siguiente:


«No se alarme, señorita, al recibir esta carta, ni crea que voy a repetir en ella mis sentimientos o a


renovar las proposiciones que tanto le molestaron anoche. Escribo sin ninguna intención de afligirla ni de


humillarme yo insistiendo en unos deseos que, para la felicidad de ambos, no pueden olvidarse tan


fácilmente; el esfuerzo de redactar y de leer esta carta podía haber sido evitado si mi modo de ser no me


obligase a escribirla y a que usted la lea. Por lo tanto, perdóneme que tome la libertad de solicitar su


atención; aunque ya sé que habrá de concedérmela de mala gana, se lo pido en justicia.


»Ayer me acusó usted de dos ofensas de naturaleza muy diversa y de muy distinta magnitud. La


primera fue el haber separado al señor Bingley de su hermana, sin consideración a los sentimientos de

ORGULLOS Y PERJUICIOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora