Sir William no pasó más que una semana en Hunsford pero fue suficiente para convencerse de que
su hija estaba muy bien situada y de que un marido así y una vecindad como aquélla no se encontraban a
menudo. Mientras estuvo allí, Collins dedicaba la mañana a pasearlo en su calesín para mostrarle la
campiña; pero en cuanto se fue, la familia volvió a sus ocupaciones habituales. Elizabeth agradeció que con
el cambio de vida ya no tuviese que ver a su primo tan frecuentemente, pues la mayor parte del tiempo que
mediaba entre el almuerzo y la cena, Collins lo empleaba en trabajar en el jardín, en leer, en escribir o en
mirar por la ventana de su despacho, que daba al camino. El cuarto donde solían quedarse las señoras daba
a la parte trasera de la casa. Al principio a Elizabeth le extrañaba que Charlotte no prefiriese estar en el
comedor, que era una pieza más grande y de aspecto más agradable. Pero pronto vio que su amiga tenía
excelentes razones para obrar así, pues Collins habría estado menos tiempo en su aposento,
indudablemente, si ellas hubiesen disfrutado de uno tan grande como el suyo. Y Elizabeth aprobó la actitud
de Charlotte.
Desde el salón no podían ver el camino, de modo que siempre era Collins el que le daba cuenta de
los coches que pasaban y en especial de la frecuencia con que la señorita de Bourgh cruzaba en su faetón,
cosa que jamás dejaba de comunicarles aunque sucediese casi todos los días. La señorita solía detenerse en
la casa para conversar unos minutos con Charlotte, pero era difícil convencerla de que bajase del carruaje.
Pasaban pocos días sin que Collins diese un paseo hasta Rosings y su mujer creía a menudo un
deber hacer lo propio; Elizabeth, hasta que recordó que podía haber otras familias dispuestas a hacer lo
mismo, no comprendió el sacrificio de tantas horas. De vez en cuando les honraba con una visita, en el
transcurso de la cual, nada de lo que ocurría en el salón le pasaba inadvertido. En efecto, se fijaba en lo que
hacían, miraba sus labores y les aconsejaba hacerlas de otro modo, encontraba defectos en la disposición de
los muebles o descubría negligencias en la criada; si aceptaba algún refrigerio parecía que no lo hacía más
que para advertir que los cuartos de carne eran demasiado grandes para ellos.
Pronto se dio cuenta Elizabeth de que aunque la paz del condado no estaba encomendada a aquella
gran señora, era una activa magistrada en su propia parroquia, cuyas minucias le comunicaba Collins, y
siempre que alguno de los aldeanos estaba por armar gresca o se sentía descontento o desvalido, lady
Catherine se personaba en el lugar requerido para zanjar las diferencias y reprenderlos, restableciendo la
armonía o procurando la abundancia.
La invitación a cenar en Rosings se repetía un par de veces por semana, y desde la partida de sir
William, como sólo había una mesa de juego durante la velada, el entretenimiento era siempre el mismo.