CAPITULO#42

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Si la opinión de Elizabeth se derivase de lo que veía en su propia familia, no podría haber formado


una idea muy agradable de la felicidad conyugal y del bienestar doméstico. Su padre, cautivado por la


juventud y la belleza, y la aparente ilusión y alegría que ambas conllevan, se había casado con una mujer


cuyo débil entendimiento y espíritu mezquino habían puesto fin a todo el afecto ya en los comienzos de su


matrimonio. El respeto, la estima y la confianza se habían desvanecido para siempre; y todas las


perspectivas de dicha del señor Bennet dentro del hogar se habían venido abajo. Pero él no era de esos


hombres que buscan consuelo por los efectos de su propia imprudencia en los placeres que a menudo


confortan a los que han llegado a ser desdichados por sus locuras y sus vicios. Amaba el campo y los libros


y ellos constituían la fuente de sus principales goces. A su mujer no le debía más que la risa que su


ignorancia y su locura le proporcionaban de vez en cuando. Ésa no es la clase de felicidad que un hombre


desearía deber a su esposa; pero a falta de... El buen filósofo sólo saca beneficio de donde lo hay.


Elizabeth, no obstante, nunca había dejado de reconocer la inconveniencia de la conducta de su


padre como marido. Siempre la había observado con pena, pero respetaba su talento y le agradecía su


cariño, por lo que procuraba olvidar lo que no podía ignorar y apartar de sus pensamientos su continua


infracción de los deberes conyugales y del decoro que, por el hecho de exponer a su esposa al desprecio de


sus propias hijas, era tan sumamente reprochable. Pero nunca había sentido como entonces los males que


puede causar a los hijos un matrimonio mal avenido, ni nunca se había dado cuenta tan claramente de los


peligros que entraña la dirección errada del talento, talento que, bien empleado, aunque no hubiese bastado


para aumentar la inteligencia de su mujer, habría podido, al menos, conservar la respetabilidad de las hijas.


Si bien es cierto que Elizabeth se alegró de la ausencia de Wickham, no puede decirse que le


regocijara la partida del regimiento. Sus salidas eran menos frecuentes que antes, y las constantes quejas de


su madre y su hermana por el aburrimiento en que habían caído entristecían la casa. Y aunque Catherine


llegase a recobrar el sentido común perdido al haberse marchado los causantes de su perturbación, su otra


hermana, de cuyo modo de ser podían esperar todas las calamidades, estaba en peligro de afirmar su locura


y su descaro, pues hallándose al lado de una playa y un campamento, su situación era doblemente


amenazadora. En resumidas cuentas, veía ahora lo que ya otras veces había comprobado, que un


acontecimiento anhelado con impaciencia no podía, al realizarse, traerle toda la satisfacción que era de


esperar. Era preciso, por lo tanto, abrir otro período para el comienzo de su felicidad, señalar otra meta para

ORGULLOS Y PERJUICIOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora