Si la opinión de Elizabeth se derivase de lo que veía en su propia familia, no podría haber formado
una idea muy agradable de la felicidad conyugal y del bienestar doméstico. Su padre, cautivado por la
juventud y la belleza, y la aparente ilusión y alegría que ambas conllevan, se había casado con una mujer
cuyo débil entendimiento y espíritu mezquino habían puesto fin a todo el afecto ya en los comienzos de su
matrimonio. El respeto, la estima y la confianza se habían desvanecido para siempre; y todas las
perspectivas de dicha del señor Bennet dentro del hogar se habían venido abajo. Pero él no era de esos
hombres que buscan consuelo por los efectos de su propia imprudencia en los placeres que a menudo
confortan a los que han llegado a ser desdichados por sus locuras y sus vicios. Amaba el campo y los libros
y ellos constituían la fuente de sus principales goces. A su mujer no le debía más que la risa que su
ignorancia y su locura le proporcionaban de vez en cuando. Ésa no es la clase de felicidad que un hombre
desearía deber a su esposa; pero a falta de... El buen filósofo sólo saca beneficio de donde lo hay.
Elizabeth, no obstante, nunca había dejado de reconocer la inconveniencia de la conducta de su
padre como marido. Siempre la había observado con pena, pero respetaba su talento y le agradecía su
cariño, por lo que procuraba olvidar lo que no podía ignorar y apartar de sus pensamientos su continua
infracción de los deberes conyugales y del decoro que, por el hecho de exponer a su esposa al desprecio de
sus propias hijas, era tan sumamente reprochable. Pero nunca había sentido como entonces los males que
puede causar a los hijos un matrimonio mal avenido, ni nunca se había dado cuenta tan claramente de los
peligros que entraña la dirección errada del talento, talento que, bien empleado, aunque no hubiese bastado
para aumentar la inteligencia de su mujer, habría podido, al menos, conservar la respetabilidad de las hijas.
Si bien es cierto que Elizabeth se alegró de la ausencia de Wickham, no puede decirse que le
regocijara la partida del regimiento. Sus salidas eran menos frecuentes que antes, y las constantes quejas de
su madre y su hermana por el aburrimiento en que habían caído entristecían la casa. Y aunque Catherine
llegase a recobrar el sentido común perdido al haberse marchado los causantes de su perturbación, su otra
hermana, de cuyo modo de ser podían esperar todas las calamidades, estaba en peligro de afirmar su locura
y su descaro, pues hallándose al lado de una playa y un campamento, su situación era doblemente
amenazadora. En resumidas cuentas, veía ahora lo que ya otras veces había comprobado, que un
acontecimiento anhelado con impaciencia no podía, al realizarse, traerle toda la satisfacción que era de
esperar. Era preciso, por lo tanto, abrir otro período para el comienzo de su felicidad, señalar otra meta para