Capitulo 2

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El aire era húmedo y estaba impregnado de ese sabor frío que anunciaba la proximidad de otra tormenta. El viento azotaba el cabello de Meg y le soltó varios mechones de la coleta. Se lo recogió como pudo detrás de las orejas, mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra.
A lo lejos, al otro lado de la bahía, se percibía un resplandor opaco. Roche Harbor, en el extremo de San Juan Island. Parecía más cerca de lo que Meg se había imaginado, y resultaba reconfortante saber que cruzando la bahía había una ciudad con un número de habitantes aceptable.
Meg sacudió la cabeza. ¿Por qué era tan asustadiza? Necesitaba relajarse. ¿Una fiesta secreta organizada por la chica más popular del instituto? Había quien mataría por una invitación. Así que, ¿qué importaba si sus padres no sabían dónde estaba? Eso era lo divertido, no?
Minnie se puso junto al mozo de cubierta desaliñado, y contempló el lateral del ferry mientras la embarcación se balanceaba arriba y abajo en el agua.
-Tenemos que saltar?-preguntó.
-Lo siento, señorita. La mar está demasiado brava-dijo el hombre-. Tendremos que utilizar la escalera.
Minnie bajó la mirada hacia sus zapatos de medio tacón, que resultaban totalmente inapropiados.
- Pero...
-Quítatelos-le dijo Meg, intentando que en su voz no se trasluciese el tono de «ya te lo dije».
-No se preocupe, señorita-le tranquilizó el mozo.
Señaló con un movimiento de la cabeza a su colega en el muelle-. Branson la agarrará si se cae.
Minnie se inclinó sobre la borda y echó un vistazo a Branson, un tipo corpulento y de mediana edad. Sus ojos se abrieron como platos y se giró hacia Meg.
-¿Cómo...?
-Todo irá bien-dijo Meg- Te lo prometo. -Aquello era lo que Minnie necesitaba oír, aunque no fuera cierto.
Minnie dejó escapar un suspiro, se descalzó y dejó sus zapatos en la cubierta, luego pasó por encima de la borda con gesto resuelto.
- De acuerdo. Si me lo prometes.
Meg meneó la cabeza mientras Minnie desaparecia, después recogió los zapatos de tacón y los metió en su mochila. Aquella era la razón por la que se marchaba a la universidad. Necesitaba, por una vez en su vida, pensar en sí misma antes que en nadie más.
observó cómo el mozo tiraba su equipaje por la borda con desidia, con un movimiento a la vez despreocupado y experto que mostraba claramente una rutina bien aprendida. Branson agarró las bolsas con la misma facilidad, las dejó en el suelo y se giró justo a tiempo para recoger la siguiente. Había algo fantástico y a la vez espeluznante en aquella especie de baile mudo, fascinante en su coreografía y, sin embargo, ligeramente perturbador en la forma automática y tediosa con la que era ejecutado.
-su turno, señorita-dijo el mozo, sacando a Meg de su ensimismamiento.
-Oh, de acuerdo. -Pasó a la escalera, y cuando comenzaba a descender por ella, el ferry se levantó por el empuje de las olas y el mozo tuvo que sujetarla por el brazo-. Gracias-le dijo Meg, aferrándose al peldaño superior de la escalera con las dos manos.
- Seguro que estarán bien? -le preguntó el chico, sin soltar aún su brazo.
-Sí, la escalera es corta. Puedo hacerlo.
El ladeó la cabeza.
-No, me refiero a su estancia en la isla
Meg miró con los ojos entrecerrados el rostro ajado y arrugado del mozo.
-Sí ¿por qué no iba a estarlo?
El tipo tardó en responder. Giró el cuello para mirar hacia la parte septentrional de la isla.
-Por nada-dijo al fin.
Los motores del ferry volvieron a ponerse en marcha, mientras Meg descendía por la escalera.
-¡Regresaremos el lunes mañana para recogerlas! -gritó el chico en el momento en el que los pies de Meg alcanzaban el muelle-Tengan cuidado.
¿Tengan cuidado? Se trataba de un fin de semana con mucha cerveza y fiesta desenfrenada. Aparte de por la resaca, ¿por qué tendrían que tener cuidado? Aquello era cada vez más extraño.

En cuanto Meg se apartó de la escalera, Branson soltó la amarra y, sin pronunciar una sola palabra, trepó por el lateral del barco. Meg observó con cierta tristeza cómo saltaba a la cubierta y desaparecía detrás del parapeto a medida que el ferry se alejaba del muelle. Casi deseó poder unirse a ellos.
-¿Ahora qué?-dijo Minnie. Estaba descalza y enroscaba entre sus dedos un mechón de pelo rubio platino.
Buena pregunta. Con desgana, Meg apartó su atención del barco, que se marchaba, y escrutó el muelle.
Era una construcción basta y azotada por el mal tiempo, que sobresalía unos cincuenta metros de la playa. Planchas rotas de madera en descomposición salpicaban el sendero como pequeñas minas antipersonas; y las olas, incluso en la bahía resguardada, parecían capaces de anegar el decrépito embarcadero.
En la costa, un bosque de pinos se alzaba por en cima de la playa; sus siluetas se recortaban contra los nubarrones grises que se agolpaban en el cielo nocturno. Meg creyó distinguir un destello de luces más allá del umbral de árboles, pero no estaba del todo segura. En el crepúsculo no podía verse bien, y como las nubes de tormenta ocultaban la luna y las estrellas, la noche iba a ser extremadamente oscura en Henry Island.
A medida que el sonido de los motores del ferry se desvanecía a lo lejos, Meg se sintió aislada. Aparte del rumor sordo del mar y del viento, no oía nada, y en la y playa no se veían señales de vida. Se estremeció. Estaban solas en medio de ninguna parte, y su único contacto con el mundo exterior se estaba adentrando en la noche.
Con un gesto brusco, Meg sacó su teléfono móvil del bolsillo de sus pantalones. Sentía el impulso desesperado de llamar a alguien, a quien fuera, y decirle dónde se encontraban.
-Qué haces?-le preguntó Minnie.
Meg cubrió la pantalla del teléfono para que no lo salpicara el agua.
- Nada. Solo quería comprobar si teníamos cobertura.
- No llames a tus padres.
-iNo voy a hacerlo! -mintió. Pero no importaba. Se giró sobre sus talones, moviendo el aparato lentamente hacia delante y hacia atrás. El resultado fue el mismo-. De todas maneras, no hay cobertura.
-¡Bien! -Minnie le arrancó el móvil de la mano y lo metió en su mochila. Esbozó una amplia sonrisa y enlazó su brazo con el de Meg-. Es más divertido así. a Vamos estar desconectadas durante tres días gloriosos.
«Gloriosos» no era el adjetivo que surgió inmediatamente en la mente de Meg.
-Claro que sí, Mins. Lo que tú...
-¡Hola!
Las dos se volvieron bruscamente. En el otro extremo del muelle aparecieron dos figuras que avanzaban con rapidez hacia ellas. Eran dos personas altas e iban envueltas en gruesos abrigos. Había una luz débil y Meg no podía verles la cara, pero una de ellas se le antojaba extrañamente familiar.
- ¡Meg!
Su estómago dio un vuelco. Conocía aquella voz. Minnie también la reconoció. Dio una palmada y soltó un grito:
-¡Oh, Dios mío!
Meg sintió que el calor abandonaba su cuerpo. Era T.J. Fletcher.

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