Parte 2

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Desde el primer momento me puso los ojos encima. A cada rato me los encontraba —eran verdes— mirándome con una mezcla de cinismo y morbo. Entonces elaboraba una sonrisa retorcida y yo le volteaba la cara ostentosamente. Nunca intentó ponerme conversación ni me sacó a bailar. Afortunadamente. La música lo arrebataba y alzaba los meñiques y animaba a su pareja zumbándole epa, mami, eeeso, así, así. Se dedicó a mirarme nada más, apostado contra las paredes, desde la pista de baile, en las esquinas, mientras botaba el humo de sus kool frozen nights, mientras sorbía whisky del vaso, mientras conversaba con alguien o frotaba a otra en un bolero lento.

Cuando vio que nos íbamos se abrió paso por la fiesta como un tiburón y le preguntó a mi mamá —a ella y no a mí— si quería que nos llevara en su carro. No, gracias, le dije yo y, sin más, agarré mi impermeable rojo de caperuza del perchero.

Mi mamá me alcanzó en la calle. Lloviznaba. Quiso saber qué me había hecho el tipo para tratarlo tan mal, parecía lista para uno de sus ataques de iracundia feminista. Pero más iracunda estaba yo. Me regué en una invectiva sobre lo lobo que era, la provocación de su mirada, la insistencia de su mirada, me explayé en el particular, le di ejemplos y todos los detalles explicativos, y, como se me agotaron las injurias, volví a machacar sobre lo lobo que era.

CAPERUCITA SE COME AL LOBODonde viven las historias. Descúbrelo ahora