Parte 3

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Mi mamá soltó la carcajada.

Qué, le dije. Se había parado, las manos en la cadera, los ojos vivos con un punto de socarronería. Qué, insistí. No puedo creer que no te des cuenta. De qué, me impacienté. Siempre didáctica, en vez de responder a mi pregunta, mi mamá elaboró otra. Explicame una cosa, empezó suspicaz, ¿por qué sabés que te estuvo mirando toda la noche? No me dio tiempo de explicar nada, ella misma se respondió: porque vos también lo estuviste mirando, lo miraste tanto que hasta sabés qué marca de cigarrillos fuma y cómo baila, ja, se bufó. El odio que le tenés no es sino una máscara para tapar lo que realmente sentís. Suspiró, me miró a los ojos y finalmente sentenció: a vos ese lobo te encanta. Ahora me bufé yo. Ay, mamá, por favor. Ella estaba caminando otra vez, la seguí dando zancadas. Yo no soy tan sucia.

Pero lo era.

Apenas oí el rugido a mis espaldas se me aflojaron las rodillas. El lobo tenía un Dodge Dart del 82, largo y potente, ningún otro carro de El Bosque producía tanto estruendo. Ni tanto espanto, la cojinería era peluda y en el tablero tenía un perrito de adorno que movía la cabeza con el vaivén.

Desde la fiesta de la abuela, me lo encontraba en todas partes. En el paradero del bus, en la panadería, cuando salía a caminar. O nuestros horarios habían empezado a coincidir misteriosamente, o se la pasaba siguiéndome. Yo hacía todo lo posible por ignorarlo: lo saludaba con sequedad y seguía mi camino.

CAPERUCITA SE COME AL LOBODonde viven las historias. Descúbrelo ahora