01: Los Seis Muñecos

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—Y bueno, ¿qué les parecen? —les preguntó la señorita Antonia con una sonrisa impaciente una vez que los niños desgarraron el papel y abrieron la gran caja en medio del salón.

Laura volvió a observar su muñeca. Nunca había tenido un juguete nuevo. Desde que recordaba, todo juguete que había tenido alguna vez en las manos ya había pertenecido a otros niños, y a la vez pertenecía a todos, nunca uno propio: siempre tenían algún defecto o les faltaba alguna pieza. La muñeca era nueva y solo para ella. Acarició sus trenzas de estambre dorado y dibujó sus labios con el dedo. La abrazó riendo: le fascinaba. El resto de los niños ya habían comenzado a pensar sus nombres cuando Laura se acercó a la señorita para agradecérselo.

—Espero que los cuiden mucho. Si se fijan, cada uno tiene algo característico de ustedes. A Benigna y a mí nos llevó varias semanas poder terminarlos.

En el Orfanato el Buen Pastor, la mayoría de los juguetes que colonizaban los baúles y los jugueteros habían sido donados por la parroquia de San Mateo, y los otros restantes habían sido hechos a mano allí mismo como una de las labores sociales de las asistentes.

Un día antes, la señorita Antonia no había pensado en envolver ninguno de los muñecos. Sencillamente había planeado que en la mañana del lunes cada muñeco aparecería sobre la cama de cada uno de los niños como sorpresa, y así se ahorraría las seis envolturas. Pero casi a última hora tuvo una mejor idea. Los niños pocas veces recibían un regalo; en navidad apenas obtenían algo de ropa y dulces, pero muy pocas veces algo nuevo con que jugar. Así que se le ocurrió envolver los seis muñecos en una sola caja, y así entre todos la abrirían. El único papel de envolver que encontró en el trastero tenía temas navideños, pero no importaba, los niños ni lo habían notado. Al final, la labor de varios días y los pinchazos en los dedos tuvieron su recompensa: ni todo el dinero de Europa podría haber comprado esas sonrisas.

Después de clases a media mañana sonó la campana del patio, y los niños comenzaron a gritar, a reír y a correr haciendo rechinar la duela sin hacer mucho caso de las llamadas de atención de la señorita Antonia al pie de las escaleras. Todos menos Laura. Ella subió al segundo piso y entró a los dormitorios. Reposó su muñeca sobre su almohada y le dio un beso en la frente imaginando que a partir de entonces sería su mamá; no le apartó la vista hasta volver alcanzar la puerta, y entonces se echó a correr tras Victor, que acababa de tropezar con la alfombra en el rellano. No quería quedarse atrás esta vez.

A Laura le gustaba mucho salir a los jardines del Orfanato, y no solo era por librarse de clases o de los castigos. Los alrededores eran preciosos, y casi siempre que salía sus ojos se humedecían de lo radiante que resultaba el día a contraste de los salones cavernosos y los pasillos fríos que parecían cámaras frigoríficas, en donde incluso en pleno verano, casi siempre se la pasaba abrigada y con cosquillas en la garganta. Afuera, el sol le calentaba la piel como una caricia de seda embebida de vapor, y el aroma a pino y mar se mezclaba y perfumaba el aire haciendo de todo aquello un completo baño de naturaleza que le devolvía la mitad de la vida.

Cuando Laura llegó a las escaleras del atrio, se dio cuenta que de nuevo sería la última: Alicia, Martín, Rita, Guillermo y Victor corrían a reunirse a la sombra del gran árbol que estaba al lado del camino, y aunque le llevaban por mucho la delantera, no se dio por vencida. Corrió todo lo que sus piernitas delgaduchas le permitieron, y aunque casi alcanzó a Victor, únicamente le rozó el brazo sin poder detenerlo. Se paró a tomar aire, y los escuchó reír mientras se amontonaban para esconderse tras el árbol. Rita se había apoyado como siempre en Alicia al correr: tenía una prótesis metálica en la pierna que limitaba su movilidad, y aún así Laura no había podido con ellas.

—Laura, ¡que es tu turno! —le apuró Martín.

—Venga, está bien. Mi turno, otra vez —accedió resignada.

Mientras Laura recuperaba el aliento y escuchaba las risas de sus amigos alejándose, se puso cara a cara al tronco del árbol que crujía con las arremetidas de la briza matinal. Y empezó...

—Un, dos, tres: toca la pared... —como quien llama a una puerta, Laura recitó tocando la corteza varias veces con los nudillos.

Durante sus palabras sus amigos debían acercarse lo más que pudieran mientras estuviera dándoles la espalda. Laura se dio vuelta y pudo verlos acercándose al otro lado del camino, y apenas poner sus ojos encima, se detuvieron para convertirse en pequeñas estatuas poblando el jardín con ropas volátiles y sonrisas contenidas. A Martín casi le ganaba risa, pero se aguantó.

—Un, dos, tres: toca la pared...

Alicia y Rita eran ahora las más próximas, y Laura comenzó a idear su plan para alcanzarlas.

—Un, dos, tres: toca la pa...

Por sorpresa, era ahora Guillermo quien estaba por tocarla; estiraba la mano para estar a centímetros de rozarle el hombro. Laura volvió a golpetear el tronco.

—Un... dos... tres: ¡toca la pared!

Guillermo le tocó el hombro y Laura empezó la caza. Los niños corrieron por todo el jardín sintiendo el calor matutino en la cara y los diminutos algodones que desprendía de la ceiba trasera, que se dispersaban y caían como copos de nieve en pleno sol. Los niños procuraron separarse entre sí para que a Laura le costara más atraparlos, y corrieron alrededor del espantapájaros, de los columpios y de la fuente; algunos se ocultaron detrás la tendida de ropa, y Laura lo supo al adivinar las sombras de Rita y Alicia dibujadas en las sábanas. Los demás no se detuvieron hasta esconderse en los árboles que lindan con el bosque.

El teléfono sonó varias veces antes de que la señorita Antonia pudiera descolgar. 

—Orfanato Buen Pastor, dígame.  

—Soy Alicia, de servicios sociales, ¿tiene todo listo?

—Si, está todo preparado —explicó Antonia mientras revisaba los expedientes y las actas en la mesa.  Esta misma mañana había ordenado todo personalmente para que no hubiera ningún error.

—¿Cómo se encuentra ella? —se preocupó Alicia— Le han dicho que... 

—Ella ahora está jugando —se adelantó Antonia—. Aún no sabe nada. 

—Será mejor no hacerlo hasta que sus nuevos padres estén allí —sugirió Alicia—.     Eso hará las cosas más sencillas, créame. 

Hubo una pausa. Antonia sabía que Alicia se lo preguntaría otra vez, así que dejó que lo hiciera.

—Esta será la última vez que se lo pregunto: ¿está completamente segura que el matrimonio Lara es el indicado para Laura? Estoy convencida que ellos son unas personas ejemplares, pero, usted es quien mejor conoce a la niña, y...   

—Laura será muy feliz en su nuevo hogar —respondió Antonia, tajante—, no se preocupe. 

—La dejo terminar con sus pendientes —se despidió Alicia—. Hasta esta tarde.  

—Hasta esta tarde.

Antonia colgó el teléfono sintiendo una gran pena. El día había llegado. Abrió la puerta del patio atraída por la risas de los niños, y permaneció allí, descubriendo que esa sería última vez que la vería jugar. Laura vio a la señorita, se detuvo un momento y agitó una mano, sonriendo, luego continuó corriendo detrás de sus amigos sin imaginar que en tan solo unas horas su vida tomaría un nuevo camino. Uno apartado de los demás.

  — Tus amigos te van a echar mucho de menos, Laura. 














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