02: El Faro

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A aquellas horas el viento susurraba una melodía majestuosa y muy familiar. Había momentos en que Laura no podía diferenciar el sonido lejano de las olas con el de los árboles, así como tampoco podía distinguir si estaba ahí realmente o hace casi cuarenta años, durmiendo en el camastro del orfanato. Concentrada, y manteniendo los ojos cerrados, podía escuchar con claridad el murmullo de los árboles intercambiando palabras y leyendas en su idioma desconocido; podía también escuchar los latidos de la casa, tal y como los recordaba, como si hubieran estado allí esperándola todo ese tiempo.

Laura les llamaba así a los sonidos de las paredes y la madera cuando crujían sin que nadie las tocara o caminara sobre ellas, desde que la señorita Antonia le contó un secreto. Ella le había asegurado que no se trataban de fantasmas como se murmuraba entre sus compañeros, sino de algo más...

Aquella noche, la directora había dejado de cepillar su cabello dorado y tomó su pequeño dedo. Laura sintió como se lo colocó bajo su cuello de cisne.

—¿Qué sientes? —le preguntó mirándola a través del espejo con esos ojos almendrados y dóciles, la expresión más cercana que había tenido de una madre hasta entonces.

Laura miró a la señorita y sonrió.

—Siento el latido de mi corazón.

—Eso es porque estás viva, mi pequeña niña. —Le acarició el cabello y continuó cepillándolo—. Así la casa. Esos ruidos a los que tanto temes, son en realidad el pulso de la casa que bombea sangre desde su corazón a cada una de sus paredes y salones que nos acogen, para darles vida, porque tienen que tenerla para cuidarnos de todos los peligros. Aquí han vivido muchos niños como tú, que han sido felices como tú, y todo gracias a ella. No debes temer, mi pequeña niña.

Pero por supuesto que para Laura, todas aquellas historias no habían sido lo suficiente efectivas como para reconfortarla. Podría creer lo de los sonidos, pero no lo de los pasos... Algunas noches podía sentir que en los dormitorios había alguien más además de sus cinco compañeros...

—¡Mamáaaaaaaa!

El grito sobresaltó a Laura. Por un momento creyó escuchar su propia voz de niña, tan frágil como el cristal.

—¡Mamáaaaaaaaaaaa!

El grito parecía quebrarse en cientos de fragmentos con cada rincón que topara, pero poco a poco, esa voz fue engrosándose hasta que la reconoció.

—¡Mamáaaaaaaaaaaaaaaaa!

El eco de Simón recorrió la casa como un relámpago invisible dispuesto a arrasar con todo. Laura se quitó las sábanas de encima y, con solo observar un momento a su alrededor se dio cuenta de donde estaba y que es lo que sucedía.

—¡Mamáaaaaaaaaaaa!

A su lado, el cuerpo de Carlos cambió de posición con pesadez, como si cada uno de sus miembros pesara lo que los de un oso viejo.

—Ya voy yo, que hoy me toca a mí... —murmuró él sin siquiera abrir los ojos.

Su esposo se quedó dormido un segundo después. Laura se acomodó el cabello dejando salir en un suspiro todo el aire que fue capaz, y se puso las sandalias. No fue necesario encender la luz de pasillo porque conocía muy bien los tramos y rincones de la casa. Estuvo segura que Carlos se habría tropezado y maldecido algunas veces.

Tic... tac... tic... tac...

Durante el camino, a oscuras, el sonido acompasado y adormecedor del reloj de péndulo la acompañó mientras esquivaba cajas desbordadas de libros, portarretratos, ropa y juguetes, y, tumbó a propósito una pila de cojines que estorbaba el paso. Todo haciéndole recordar para su malestar que la mudanza no había terminado todavía.

El OrfanatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora