04: Heridas y Arrugas

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Sin que se diera cuenta en un principio, Carlos había dejado a Laura en el salón aprovechando su distracción con su pieza favorita, y se escabulló a la cocina. No salió de allí hasta tener lista la merienda y hasta estar seguro de que su esposa se había relajado lo suficiente.

—¿Pero cómo? —Se admiró Laura dejando la pieza a la mitad y buscando la hora en el reloj—. Se me ha pasado el tiempo volando.

—Tranquila —la calmó él—, solo ha sido un rato.

—Quedamos en que prepararía algo rápido para llevar a la playa, y ya está. Ninguno está para hacer más tareas de las que nos ha tocado estos días.

—No ha sido nada, de verdad —consintió él—. Sabes lo que me gusta cocinarles —Laura sintió esos labios tibios en la frente que frenarían la discusión, y ésta acarició su mejilla, rendida una vez más a sus virtudes.

—Nadie se creería el hombre con el que me casé.

—Pues a mí sí que me creen, y a partir de entonces, créeme: no aguanto las envidias.

Cuando entraban riendo a la cocina, se encontraron con una centella azul que se fue a esconder bajo la mesa. Laura fingió no haber visto nada y se volvió a dirigirle una sonrisa cariñosa a su esposo. No solo había preparado la merienda: la cocina estaba más limpia. No parecía que alrededor hubiera una mudanza en proceso: Había acomodado los gabinetes en su lugar y clasificado la cubertería. La mesa estaba arreglada con un bonito mantel y un jarrón con flores frescas de laurel. Durante esos años, curiosamente, la señora Gracia, que se encargaba de la cocina y a menudo de la limpieza, había tenido la misma costumbre al servir la comida para los niños en el orfanato. Los floreros siempre tenían algo con que alegrar el recinto: alcatraces, nube y margaritas; hasta rosas amarillas y blancas. Algunos días a la semana, un anciano que vivía en la costa, pasaba por las tardes a venderle sus flores y sus hierbas para hacer sus llamadas infusiones milagrosas que curaban desde la peor gripe hasta cualquier dolencia. La directora del orfanato le tenía mucho respeto, pero sobre todo cariño, y en una ocasión, cuando Laura los vio tomando el té y platicando entre fuertes risas y confidencias, había creído que se trataba de su padre, pero pronto descubrió que no tenían otro lazo más que el de la amistad. Laura ya casi había olvidado todo aquello...

Ya más ordenada, la cocina lucía todavía más amplia. Tanto era así, que había lugar hasta para dos comedores, en el que bien podrían ser ocupados por veinte personas a la perfección. Pero hasta que no llegaran los demás niños no era necesario. Una sola mesa para tres era perfecta. Al frente, en el área del comedor, el sol de la tarde se filtraba desde los árboles y se derramaba como rocío de cobre a través de las cristaleras, muy a contraste del área de la despensa y la estufa, un rincon que estaba sumergido en una penumbra perpetua. Allí, a tan solo unos pasos, hacía más frío, a menos que llevara ya un buen rato un estofado hirviendo o una olla de leche olvidada a punto de evaporarse, como a menudo le sucedía a la señora Gracia por entretenerse leyendo.
Laura desenterraba un recuerdo en cada habitación que entraba, en cada rincón... Caminó al grifo con un suspiro atorado al pecho y se refrescó la cara. La nostalgia no solo parecía hacerle una visita, parecía dispuesta, incluso, a hacerse pasar por un nuevo integrante de la familia.

—Carlos, ¿escuchaste algo? —preguntó ella seguido de los ruidos bajo la mesa.

—Nada más que tu voz —respondió él siguiéndole el juego, a la vez que acarreaba el servilletero y unos vasos.

Los dos tomaron asiento intercambiando señas y miradas. Se sirvieron zumo y se dispusieron a probar la sopa que olía exquisita y los biscochos rellenos. Pero antes de que los cubiertos tocaran sus labios, una risita bajo la mesa no pudo más.

El OrfanatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora