Capítulo VII: El transcurso del tiempo

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Ya han pasado 3 meses desde la traumática muerte de su hija. Meses, en los cuales sintió tristeza, nostalgia, culpa, odio y profundo terror.

Primero, naturalmente, se sintió triste, sola y desolada. Más allá de recibir atención y compresión, Edith creía estar abandonada. No podía creer cómo puede pasarle algo semejante a una niña de su edad. La partida de su hija la dejó en una profunda y oscura depresión, de la cual no podría librarse nunca más. Muchas veces cogía un cuchillo de cocina y lo rozaba contra sus muñecas y piernas. A pesar de su profundo dolor, nunca se atrevió a hundir el filo en su tejido. Pero se entretenía pensando en como sería si se atreviese. Una diversión bastante perversa.

Nostalgia por el recuerdo de su hija. Más allá de haber sido insoportable en su último mes de vida, ninguna madre dejaría de amar a su hija. Sentía dolor por la ausencia de su niña. Frida era callada, tranquila y no salía mucho de la habitación, sin embargo, Edith como madre, sentía la presencia de su hija por toda la casa. Ahora el lugar se le había tornado frío y vacío. Extrañaba el cariño de su hija, o sus sinceros abrazos... sí, eso era lo que necesitaba, un acogedor abrazo de parte de Frida. Los recuerdos se amontonaban en su mente y no se escapaban. Día y noche tenía pensamientos reiterados de la niña.

Culpa debido a que no se explicaba cómo pudo no haberle dado la suficiente atención, en especial en aquella noche... eso era, aquella noche en la que su hija gritó y Edith no le prestó atención. Aquella noche en la que Frida fue ignorada cuando realmente pidió ayuda por parte de su madre. Aquella noche en la que Frida Schwind corrió tal peligro que la llevaría a la tumba y que su madre se limitó a coger su almohada, acomodarla para que se ajuste al tamaño de su cabeza, usarla para no permitir la entrada de sonidos externos y esperar a que cesara, condenando a la chica. Además de culpa, este recuerdo le producía odio.

Odio conformado un 10% por aquella noche, mas el 90% restante conformado por la situación. Odio y desprecio infinito al hijo de puta que le había hecho tal cosa a su hija. No le cabía en la cabeza la idea de que alguien sea capaz de haberse escondido todo el día dentro del armario, esperar a que la niña llegue y se durmiera para luego salir y llevarsela, huyendo por la ventana, solo para encontrarla dos días después en una situación tan atroz e indescriptible. Juraba que si tuviese en frente al que le hizo eso a su hija no le tendría piedad. Lo mataría a puñaladas. De tan solo pensarlo la vista se le ponía roja y comenzaba a romper cosas. Lamentablemente, quien sea que haya sido, había hecho muy bien su trabajo, ya que el caso seguía abierto y no se encontró ninguna evidencia de quien haya sido, lo que obviamente hacía que a Edith le hirviera la sangre.

Y finalmente, el terror profundo. El terror que Edith sufría iba mucho más del frío y vacío ambiente de la casa. De hecho, estos dos últimos eran solo factores que influían en el verdadero pavor. Últimamente sentía una presencia en la casa. Pero no era la acogedora y tranquila presencia de Frida, sino era una fría y muy terrorífica. De día, sentía que las cosas se movían levemente de posición o que algunos objetos se precipitaban de la nada. Esto no era nada en comparación al terror que sentía por las noches. La cama se tornaba fría y ya no era cómoda. Oía como si alguien estuviese caminando por la habitación de Frida. Pero no eran pisadas ajenas a sus memorias, sino eran las suaves y delicadas pisadas de su hija. También sentía cómo la puerta del cuarto de la niña se abría y cerraba lentamente, provocando un sonido insoportable. Además, sentía como si alguien o algo estuviese pasando unas garras afiladas por debajo del acolchado. Finalmente, lo que hacía que la aterrada mujer se orine encima, es que todas los noches sentía unos pequeños y fríos dedos en su cara que formaban una espeluznante sonrisa de Glasgow.

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