El último momento.

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Tara.

2.El último momento.

Había tres cosas que pocas personas sabían de mí:

Primero: mi nombre no era Tara, ese era solo un sobrenombre que yo había elegido para encapotar mi verdadero nombre de nacimiento. Taurina. Sí, mi nombre era un acido que se creaba en la bilis.

Segundo: toda mi vida era querer ir contracorriente; vestir de colores vívidos en lugar de colores neutros, romper las reglas de mi padre, escribir una nuevas; romper el sonido de las monótonas notas de mi piano para crear altas notas que rompieran las ventanas, y con eso, la aberración de mi padre y mi madre de querer crear a la hija perfecta; era querer salir cuando estaba cautivada dentro, era querer saber que había más allá del mar, cuando una alta barrera se interponía entre las distancia y yo.

Nunca hacia nada, porque ese era el papel de mi hermana: ella era la que abría la ventana, la que salía por ella, caía en la arena, iba más allá del mar, entraba a él y se hundía en él durante toda la noche. Yo era la hija un poco descarada, que hablaba en alto, nunca hacia nada más que eso, pero a la que siempre reprendían: más clases en las tardes, más tareas en la casa, cuidar a mi pequeño hermano, ajetrear aun más mi agenda. Nunca me quejaba. Las tareas y castigos de mi hermana eran peores: nada de cena, celular, internet, estúpidos castigos que hacen miserables a un adolescente.

Pero el día que ella entró por la noche a furtivas, y el alcohol fue detectado en su aliento, el castigo no fue el mismo, y ahí fue cuando comenzó el proyecto de crianza de mi papá casi dos años atrás: trasladar a cada uno de sus hijos los últimos dos semestres de preparatoria a casa de su mamá, mi abuela, para que comenzáramos a acostúmbranos a la idea de vivir solos, y tener una educación fuera de la isla. Además, mi abuela sabía cómo reformarnos, como decía mi papá.

Tercer secreto: posiblemente yo no me hubiera interesado en Nick cuando me enteré que él sentía algo por mí, y solo lo veía como un amigo. Pero, con el tiempo, la viveza ganó, y comencé a sentir ese sentimiento recíprocamente.

Y lo sentí por varios meses, hasta el último momento.

Las vigas de madera se materializaron sobre mi cabeza, el color del cielo azul intercalándose y destilándose entre las líneas rectas que cada separación de cada una de éstas tenia, el colchón debajo de mi cuerpo, mi espalda sintiendo como si los resortes se empotraran en ella, el olor a húmedo volvió a entrar por mi nariz, impregnándose y sin querer a irse; el sonido de la música del mar a lo lejos, el raudo pasar de los carros, el peso del otro cuerpo al lado mío, aletargando cada uno de mis sentidos.

Sus dedos comenzaron a acariciar las yemas de mis dedos primero, hasta entrelazar por completo sus dedos entre los míos. Ya me había llegado a acostumbrar a esos castos movimientos suyos, y dejar atrás todos los síntomas vergonzosos a su simple roce: balbuceos, manos sudadas, hiperventilación. Ahora era casi... normal, un respirar.

-No entiendo cómo es que Ali logró a introducirse en tu cabeza de esa manera- bufó él.

-No se introdujo, se inmiscuyó- dije y me moví sobre el colchón, posando mi lado derecho de mi costada para ver como hablaba. Nick, como siempre, estaba vestido con sus malas modas primaverales: tenía puestas una bermuda de color rojo carmesí con estampados de flores verdes, y una camisa sin mangas, de color gris con dinosaurios verdes, demasiado grande para su cuerpo. Pero era cómoda, decía él.

-¿E inmiscuirse significa...?- preguntó Nick, sonriendo y elevando una ceja divertido.

-Entremeterse o dar consejos en problemas que no son de tuyos, aunque puede que si sean de tu interés- le informé-. Dios bendiga tu ignorancia, Nicolás.

2.Tropelías de la vida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora