V. Cielos claros

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»No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde los ladrones se meten a robar. Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón».

S. Mateo 6:19-21



Recuerdo un día, mientras leía, que me dije a mi misma: hoy no has visto el cielo. Extraña, sorprendida, pensamientos como aquellos, efímeros y espontáneos, solían asaltarme mientras leía.

Recuerdo estar leyendo aquel libro, no sé exactamente cual, donde el personaje principal relataba aquellas maravillas y simplezas del mundo a las cuales no solía prestarles atención, al menos no hasta que las perdió. El amanecer, las gotas finas cayendo por las mañanas, los granizos destructivos, las fuertes lluvias, los relámpagos, ver el cielo iluminarse en mitad de la noche, como si un foco estuviera en mal funcionamiento, prendiendo y apagándose. Pero lo más sorprendente es el cambio del cielo, las diferentes imágenes que nos presenta cada nuevo día, cada nueva hora. Todo esto, sin dudar, merece ser observado, y en ese momento me había asaltado ese pensamiento, que aquel día no había visto hacia arriba, tan simple como suena, inclinar la cabeza, solo un poco, y verlo allí acompañándote.

Extraño ¿verdad? Algo tan simple como el celeste del día, acompañado de nubes blancas, y el azul oscuro de la noche, acompañado de luces blancas. Simple pero bello. Tal vez no si lo miras de reojo, o si lo ves durante unos pocos segundos, al volver la vista arriba porque tus amigos han dicho algo estúpido. Tal vez sí cuando lo miras detenidamente, durante sólo unos pocos minutos, viendo como el viento arrastra las nubes, viendo como las estrellas no se ven como en las películas te las muestran. No cuesta nada comprobarlo.

Cuando miro las estrellas no puedo evitar recordar aquellos veranos o inviernos en las montañas, por el sur. Entre tanta ciudad, las estrellas no se ven con claridad, pero allí arriba, a metros del mar, hospedada en un pueblo chico, mágico y hermoso, las estrellas se ven como verdaderas estrellas, se multiplican por cien.

La luna, otro objeto de admiración. Cuando era pequeña, pensaba que seguía mis pasos. Para mí, la luna, era toda una acosadora. No recuerdo si mi madre o mi padre, pero alguien me dijo que estaba lejos, muy lejos, y que parecía que se movía, pero en realidad sólo era el mundo en movimiento, éramos nosotros la que acosábamos a la luna. No recuerdo porqué, pero jamás pregunté lo que aquello significaba, y hasta ahora me he quedado con la duda.

El sol, bueno, también es muy bonito, maravilloso, pero es caliento y no le gusta que lo miren. Si lo haces, te castiga dejando una pequeña mancha blanca en tu visión. Particularmente, jamás me ha gustado el calor.

Si quieres que todo siga igual, solo tienes que mirar hacia arriba. También recuerdo haber leído eso. Ciertamente, espero que los cielos siempre estén limpios allí arriba, en las montañas. Hasta ahora, cuando quiero volver a lo conocido, a lo simple, a lo bello, a lo de siempre, voy hacia las montañas y nada más veo hacia arriba. Y allí está otra vez, las cosas siguen igual.

Siempre amé viajar. Nunca fui la niña impaciente que interrumpe el silencio a cada rato para preguntar ¿Cuánto falta? ¿Cuándo llegamos? Me entretenía en mis pensamientos, divagando, a veces eran buenos y otros eran malos, pero eran recuerdos, eso los hacía especiales. Escuchaba música y ¿qué otra cosa hacer cuando estas sentado en un coche que no sea ver el cielo? Esa parte era mi favorita. Aun con diecisiete años amaba ver las nubes y comenzar a reconocer y formas rostros, a veces imaginando que eran algodones de azúcar, cosa que hacía que se abriera mi apetito. Los rostros iban de los más ridículos a los más graciosos, era simplemente divertido. Por otro lado, en los viajes de noche, me entretenía contando las estrellas. Allí también, entre los campos y cultivos, las estrellas se podían observar mejor.

Durante el día, en el horizonte, sobre los campos y cultivos, se veía el cielo como un arcoíris. Comenzaba sobre la línea del horizonte, una franja apenas visible de un color, y así hasta llegar a la franja infinita del celeste claro. Siempre me pregunté si era mi imaginación o los colores de verdad estaban allí, una ilusión formada por la luz del sol. Nunca llegué a estar segura, aun no lo estoy. Pero la verdad es que no me importa, siempre que esté allí para verlo no me importa la razón.

Recuerdo un día que íbamos por la carretera con mis padres, no recuerdo de donde veníamos ni a dónde íbamos, ni tampoco recuerdo en que momento comenzó la tormenta. La cuestión era que allí estaba yo, en el coche por la autopista, mirando por la ventana, con la música y el sonido de los truenos fuertes y potentes de fondo. El cielo brillaba con los refucilos que vienen antes del trueno. Siempre veía como las habitaciones de mi casa se alumbraban de repente, en la oscuridad silenciosa, no recordaba jamás haber visto el cielo en medio de aquel espectáculo. Ese día pregunté a mis padres si los truenos siempre se veían de esa forma en el cielo, rayos dibujados en el cielo, de un blanco azulado sobre un manto negro. Asombroso y aterrador al mismo tiempo. Resultaba que sí, y avergonzada conmigo misma quedé en silencio, prometiendo en mi interior observar siempre que pudiera el espectáculo que sucedía en el cielo durante las tormentas.

El cielo, sin duda, es mi cosa favorita en el mundo, sólo por la simple razón de que allí ocurren cosas maravillosas.


{Borrador}


Por favor, les agradecería que dejaran su opinión en los comentarios. Gracias por leerme.











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