II. Buena Vista

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«A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra».

S. Mateo 5:39



Esa mañana me había levantado con un solo pensamiento en la cabeza: no quería seguir así. No quería levantarme por las mañanas y practicar en el espejo una sonrisa, la cual le haría creer falsamente a mis padres que todo iba de acuerdo a sus planes. Ya no quería seguir todos los días la misma rutina aburrida y tediosa: levantarme a las seis y treinta de la mañana, lavarme los dientes, ponerme el uniforme opaco y triste del instituto, desayunar una tostada con el café barato que tanto odiaba y que nunca me decidía por dejar de tomar, caminar por las mismas calles descoloridas, con casas elegantes, tristes y vacías de sentido, pero al mismo tiempo llenas de narcisistas y ególatras. Si observaba bien su interior, podría decir que mi interior estaba a su mismo nivel, un lugar de donde trataba de escapar.

Aun así, el gris que vestía resaltaba sobre los colores verdes de la naturaleza y sobre el rojo de los techos y puertas. En Buena Vista las calles solían estar vacías. Cuando nos mudamos con mis padres pensé que éramos los primeros habitantes de aquel barrio privado, pero la realidad era que apenas pudimos conseguir una casa libre. Las calles pedían a gritos un poco de alegría. De no ser por el marrón y verde natural, del negro de las aceras y del rojo característico de cada casa, Buena Vista solo ofrecía una vista en blanco.

Aquella mancha gris en las calles vacías, recorría, día tras día, sus mismos pasos. Solía colocarme los auriculares, escuchar música a todo volumen y disfrutar mis únicos minutos a solas. No había personas falsas, hipócritas, narcisistas, egocéntricas y títeres controlados por más títeres, solo había manchas verdes decorando el vació bajo un cielo celeste. Aunque en la soledad de mi cuarto solía estar cómoda, no era el tipo de soledad que necesitaba. La que en esos minutos sentía sólo era una porción pequeña de lo que esperaba conseguir, pero era mejor que estar encerrada dentro de cuatro paredes. 

Mis minutos de felicidad no duraban mucho. Una vez cruzadas las rejas del barrio, los estudiantes comenzaban a hacer presencia. Las camisas blancas, las corbatas grises y las faldas de las chicas y los pantalones de los chicos, también grises, formaban una gran mancha gris en movimiento. Algunas chicas mostraban de más, y los chicos no se quedaban atrás, sus pantalones bajos eran pisados por ellos mismos. Por otro lado, estaban las que mostraban de menos, que solían tener apodos como las monjas. Ambas presumían de más. En el Instituto Buena Vista había mucho que observar, y no precisamente algo bueno.

Sin embargo, este no era un instituto sacado de Hollywood. Se podían distinguir grupos más amigables que otros, pero no precisamente los más populares y los menos populares. En el IBA solo había dos tipos de distinciones: los chicos y las chicas, y a veces, ni siquiera por separado. Los rostros de los jóvenes estudiantes reflejaban timidez, bondad, maldad, violencia, despecho, valentía, atrevimiento, cobardía, inteligencia, honestidad, estupidez, hipocresía y cualquier otra característica que se te pueda ocurrir, ya sean todas juntas o por separadas, esto era lo que definía a cada estudiante del IBA.

Desde ahí la rutina podía ir variando, siempre permitiéndome pocos cambios. Pero esa mañana, la pequeña y solitaria mancha gris, ya no vagaba por las calles.

Esa mañana me había levantado más cansada que nunca, mi cuerpo se sentía pesado, cómo si hubiera dormido sobre una mesa, tan sólo diez minutos. La cabeza me latía como un corazón bombeando sangre. Los ojos me ardían y sentía la necesidad de abrirlos, pero al mismo tiempo me sentía incapaz de hacer tal cosa, el sueño me lo impedía. Un minuto y estaba despierta, pensando en lo desastroso que sería faltar al instituto; otro minuto y me encontraba dormida, soñando cualquier estupidez incoherente; pasaba un minuto más, y estaba entre la conciencia y el sueño.

Sentí que pasaron horas hasta que pude abrir mis ojos por completo, y fue ahí cuando me percaté del sabor amargo en mi boca y del olor que rodeaba mi propio cuerpo. Apestaba. Moví mi cuerpo unos pocos centímetros y cada parte gritó del dolor, mis músculos dolían como si hubiera hecho ejercicio toda la noche en vez de estar durmiendo. Mis piernas se sentían apretadas, así supe que me había quedado dormida con la ropa puesta. Toqué mi blusa y ésta estaba húmeda y pegajosa.

Mi cama se encontraba en el centro del cuarto, así que cuando decidí sentarme de apoco en el lugar, estuve de frente al espejo. Éste estaba lejos y, sin mis anteojos, se me hacía imposible ver algo. Sólo fue necesario recordar que se me habían caído la noche anterior, mientras que me tambaleaba hacia la cama. Tomó todo mi esfuerzo girar mi cuerpo y recoger los anteojos del suelo, una vez puestos pude observar mi rostro: las ojeras grandes y casi violetas pintaban mi rostro, los labios de color rojo fuerte estaban hinchados y mi maquillaje estaba corrido.

Los minutos pasaron y aquel rostro estaba inmóvil, observándome y burlándose de mis errores. Él. Su nombre flotó por mi mente.

Un golpe fuerte, que parecía ser la puerta del frente cerrándose, me sobresaltó y me sacó del trance. Sólo tuve que girar mi cabeza hacia la izquierda para enfrentar la ventana y ver el enorme cartel publicitario que se encontraba detrás de la casa contigua:

Una buena vida, en Buena Vista.


{Borrador}


Por favor, les agradecería que dejaran su opinión en los comentarios. Gracias por leerme.





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