III. Errores no tan erróneos

602 34 3
                                    



«Como ciudad derribada y sin muro, es el hombre cuyo espíritu no tiene rienda».

Proverbios 25:28



Nunca fui tan estúpida. No, si lo fui. Estaba viendo la viva imagen del culpable de mi desastre de la noche anterior. No fue una acción retardada, porque fue ese día, unas horas más tarde del error, que me di cuenta de lo estúpida que había sido.

Caminaba moviendo su elevada dignidad de un lado a otro. Su paso característico, con sus manos en los bolsillos de su chaqueta, campera o pantalón, cosa que nunca podía faltar, con su cabeza gacha y agitando su cabello con la mano de vez en cuando, me hizo recordar a la primera vez que lo había visto. Fue a la edad de mis quince años, cuando mi hermana me presentó a su novio. Mi primer instinto fue echarme a reír: la chica más atrevida y zorra -lo siento, hermana- de Buena Vista, con novio. Luego me dio lástima, sólo pude pensar: pobre de él. Con su capucha puesta, aquel día pensé que era el típico chico tímido e inocente, pero me había equivocado por completo. Sólo era Sebastian Hunt: mi error con nombre y apellido. Esa noche no solo me había persuadido para asistir al club con ellos sino que me había hecho tomar más de la cuenca, asegurándome que no era para tanto.  

Me quedé junto a la ventana observando como su Yamaha negra desaparecía. Mi cabeza seguía latiendo mientras intentaba recordar cada detalle de las últimas horas de mi escapada. Después de quedarme unos minutos paralizada, decidí darme una ducha y dejar que el agua se llevara toda prueba de mi aventura de la noche anterior. El agua estaba helada y por un momento consideré bañarme más tarde, pero el agua fría ayudaría a sofocar cualquier mal recuerdo, que no aparecieron por completo hasta que, en la soledad y tranquilidad de la ducha, pude pensar en ellos. Pensar en olvidarlos no había ayudado en nada.

Ese día no salí de la casa, no fui al IBA, ni siquiera salí de mi cuarto. Estuve en ayuno todo el día. Me sorprendió que mi hermana no me viniera a molestar, probablemente porque sabía que le reprocharía el hecho de que me había dejado abandonada, no sólo en el club sino en mi propia casa, presentándome el desafío de subir unas escaleras estando ebria. Aunque no era la primera vez que había bebido, si era la primera vez que llegaba a mi casa en un estado de casi inconsciencia.

No podía faltar el arrepentimiento. Terminé odiándome por haber respondido con un sí a la invitación de mi hermana. Dos cosas me habían resultado extrañas: que mi hermana me invitara a una de las fiestas a las que solía ir y que mi respuesta haya sido precisamente un sí.

Las condiciones del momento no me habían dejado otra opción. Ese día había resultado fatal. Las miradas me habían matado por dentro, de apoco, llevándome al límite. Aunque siempre lo sentía, no siempre era verdadero. Tal vez nadie estaba viendo, tal vez nadie se percataba de mi presencia en el IBA, pero para mí todos ellos me estaban observando, burlándose de mí. Si oía una risa, se estaban riendo de mí. Si alguien había señalado con su dedo, me estaba señalando a mí. Si hablaban entre ellos, estaban hablando sobre mí. Esa sensación nunca se iba, me perseguía a mí misma. Le temía al rechazo y por eso nunca me acercaba a la gente. Ser insegura era uno de los defectos que tenía y que más odiaba, era lo que me limitaba día a día.

Aquel día, en especial, había sobrepasado mis límites. Con la cabeza gacha toda la mañana, el IBA se sentía como otro mundo, en donde yo era la extraterrestre. Esa mañana había una pequeña diferencia: en ese caso los susurros, las risas y las miradas si iban dirigidas hacia mí. Si las miradas mataran, en la forma literal de la palabra, para este entonces ya estaría más que muerta.

Era el primer día del año en el que el verano se lucía por completo, los rayos del sol quemaban y el aire caliente te tiraba abajo. Ese fue el primer día del año en el que la pequeña mancha gris dejó de ser tan gris. Sin el saco del IBA, los brazos y las muñecas quedaban libres, el blanco total de la camisa brillaba con los rayos fuertes del sol y producía una ceguera a la vista de la luz. Aquellos brazos largos y finos dejaban a la vista del público las marcas de la tragedia que nadie podía superar, ni ellos ni yo misma. Después de tantos años, las marcas de mi guerra, que aún llevo en el brazo, seguían sorprendiendo a los habitantes de Buena Vista. Fue en ese momento de debilidad cuando pensé en cómo se sentiría divertirse un poco y olvidarse de todo los problemas, aunque sea durante unos minutos. Supongo que esa fue la razón de mi respuesta.

Lo único en lo que pude pensar durante el resto del día, he incluso durante mi noche en vela, fue el hecho de que, por primera vez en mi vida pude sentirme yo misma con el resto del mundo. Apartando el hecho de que en las últimas horas de mi aventura perdí parte de mi conciencia y terminé sola, mientras la pareja feliz se divertía en su intimidad, rodeada de personas que no conocía, lejos de mis titiriteros, pude actuar sin que alguien estuviera presionándome todo el tiempo. En ningún momento tuve que controlarme para satisfacer a otros y no a mí misma.

Fue entonces que, durante ese día de reflexión, tomé otra estúpida decisión que me llevó a cometer errores que, después de todo, valieron la pena. Puede que en esos momentos me arrepintiera, pero todo eso ha llevado a formarme tal y como soy ahora. Mi error fue mínimo, si lo vemos desde una perspectiva amplia. Puedo asegurar que, aunque cometer errores no sea agradable en un principio, no sólo te enseñan a hacerlo mejor la próxima sino que, a lo largo del tiempo, estos pueden llegar a formar grandes cosas. Y ahora puedo estar segura de que Sebastian Hunt fue el mejor error que cometí en mi vida.


{Borrador}


Por favor, les agradecería que dejaran su opinión en los comentarios. Gracias por leerme.






EllaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora