cuatro.

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Recuerdo un domingo. Era invierno y las gotas se pegaban al cristal de la ventana de mi habitación. Quise salir.

Mis padres no oyeron la puerta de la entrada abrirse. Tampoco la oyeron cerrarse porque no lo hice. Abrí mi paraguas transparente y bajé los escalones del porche. Sac me siguió por detrás meneando su cola como cada vez que me veía.

Paseé por la acera que rodeaba la casa sin llegar a pisar la hierba en ningún momento. Saqué mi brazo por debajo del paraguas y disfruté del tacto de las gotas de lluvia en mi piel.

Seguí adorando la forma en la que las gotas realizaban trazados en mi mano, tanto, que ni siquiera me di cuenta del tiempo que había pasado. Hasta que un escalofrío me recorrió mi pequeño cuerpo y noté el tejido mojado de mi pijama pegarse a mi piel. Mamá no estará contenta cuando me vea, pensé en ese momento, pero todo pensamiento se desvaneció cuando encontré la pelota de Sac en medio de un charco.

Todos los perros que conocía adoraban el agua, o eso es lo que me parecía a mí. Pero entonces apareció mi Sac. Odiaba el agua, no soportaba meterse en charcos, ni siquiera se metía al río cuando la sacábamos de paseo mi padre y yo.

Y en aquel momento la lluvia parecía no importarla. Era una perra extraña. Todavía lo es.

Decidida a recuperar la pelota de Sac crucé el césped encharcado en mis zapatillas azules. Eran mis favoritas. Noté como se me calaban los dedos del pie. Pero no importaba. Tenía que conseguir la pelota. Noté la cola de Sac golpeándome en la pierna, consciente de que iba a recuperar su juguete preferido.

A Sac le encantaba hacer agujeros en la hierba. A dos pasos de mí había uno. No era muy profundo, pero la hierba había crecido hasta estar a la misma altura que la demás. No lo ví. Tropecé.

Noté un dolor agudo en la cabeza. Apreté los ojos con fuerza. Me dolía mucho. Sentí que tenía que levantarme, pero no quería moverme.

El agua se filtró por la tela de mi pijama empapando mi cuerpo. Mis cabellos se mezclaron con el barro y mancharon mi cara. Levanté la mano para quitarme las manchas que recorrían mi frente y mejillas, para después darme cuenta de que lo que me molestaba no era barro, sino sangre. Mi sangre.

En ese momento no sentí nada. Las gotas de lluvia seguían golpeando mi cuerpo y mis mejillas. Me sentía entumecida.

Estaba sangrando. ¿Por qué mis ángeles no me ayudan? ¿Por qué no me salvan?, pensé.

Me imaginé que las gotas de lluvia eran sus lágrimas. Lloran por mí, pero no hacen nada por evitarlo.

No grité. En ningún momento. No podía. No quería.

Yo elegí salir. Podía haberme quedado en mi habitación. Pero quería ver la lluvia desde fuera. Fue mi decisión. Por eso no grité. Acepté mis consecuencias.

No luché.

Y en ese momento apareció mi ángel de la guardia. Me cogió en brazos y me acurrucó a su cuerpo. Mi ángel olía igual que mi madre.

Lavanda.



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