Huída

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Peeta

La brisa marina me acariciaba el rostro mientras contemplaba la inmensidad del océano. Jamás había visto el mar, ni la playa. Verdaderamente nunca había visto nada que se saliera de los límites del Distrito 12. A pesar de que no tenía la más remota idea de donde me encontraba ni de cómo había llegado allí, en ese momento no me importaba. El suave balanceo del oleaje me mantenía hipnotizado... Hasta que oí el crujido.

El crujido del mar rompiéndose en dos, tal y como mi madre nos había relatado a mis hermanos y a mí cuando éramos pequeños. Aunque por aquel entonces parecía algo extraordinario. Nada más alejado de la realidad.

La gente que reposaba en la arena, aprovechando los rayos de sol de finales de agosto comenzaron a gritar desgarradoramente, como si su vida estuviese al límite de un precipicio. Y en cierta manera, así era. Un calamar gigante avanzaba por la franja que de repente había aparecido en el agua.

No vacilé ni un segundo más y eché a correr lo más rápido que pude, siguiendo a la muchedumbre que se alejaba de la línea de costa. El corazón me latía tan rápidamente que tenía la sensación de que en cualquier momento se me saldría del pecho y tendría que parar a recogerlo, lo cual no era una opción. 

Aunque bueno, supongo que si se te cae el corazón te mueres ¿no?

Mis divagaciones mentales no eran más que vías de escape al pánico que se había apoderado de mí en aquel momento.

-¡Peeta!

Alguien, una chica, había pronunciado mi nombre. Alguien que me conocía en aquella extraña ciudad. Alguien que podría ayudarme. Pero, ¿debía pararme y averiguarlo o seguir corriendo para salvarme la vida? Tras unos segundos de reflexión opté por lo primero. Llevaba corriendo un buen rato y quizá no tendría la misma oportunidad una vez más.

Frené en seco, esperando encontrar a la chica, pero solo vislumbré a gente desconocida corriendo despavorida . Aguardé durante un par de minutos pero nadie volvió a llamarme.

Quizás lo hubiera imaginado. Aunque esperaba de todo corazón que estuviera equivicado.

Avancé a paso ligero durante una media hora  hasta que decidí que estaba suficiente alejado de aquel monstruo marino. Solo me quedaba descubrir dónde me hallaba y qué estaba pasando. Y para ello tenía que encontrar a un ser humano (a ser posible) que estuviese dispuesto a ayudarme.

Como si alguien hubiera oído mis plegarias, cosa que jamás había sucedido antes, una niña rubia de unos ocho años se acercó a mí a toda prisa y me abrazó las piernas.

-¡Gracias a Dios que ha aparecido, señor! Mi hermano está herido, necesitamos...ayuda.

Las lágrimas le resbalaban por sus mejillas y temblaba de puro nerviosismo. Pero fueron sus ojos, sus enormes ojos verdes que me resultaban tan famliares los que me instaron a ayudarla.

-Claro, ¿qué le ha pasado? 

-Cuando llegamos aquí se golpeó la cabeza y dice que le duele mucho y está sangrando. No sé... que ha pasado.

-Yo tampoco lo sé. Pero, tranquila, os llevaré a casa, ¿vale?

La pequeña asintió mientras se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano. Era tan inocente, pero a la vez tan... fuerte. Me recordaba a alguien, aunque no sabía exactamente a quién. Me tomó la mano y me condujo a un descampado que había al otro lado de la carretera. Allí, bajo un matorral se hallaba el muchacho, y me sorprendí al comprobar que era bastante más pequeño que su hermana.

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