Capítulo IV

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La noche que conocí a Vera, yo tenía 8 años.

El silencio absoluto y una oscuridad embriagadora reinaban aquella fría noche de diciembre. Yo me encontraba envuelta en mi vieja manta de cuadros, distraída con un libro y bebiendo un vaso de leche, al lado de la chimenea de la zona común, o como Susana prefería llamarla, "salón".

A mí nunca me ha gustado llamarla así, porque asocio esa palabra con "familia". Y esa sala sólo significaba tener un lugar en el que poder socializar y hablar con los otros niños del orfanato, para hacerme amiga suya y después tener gente con quien jugar.

O por lo menos, esa es la utilidad que se le pretende dar. Pero yo lo que hacía era esperar a que no hubiera nadie para poder estar ahí sola. En compañía de mis libros.

Y aquella fría noche, no era una excepción.

Recuerdo que fue Amalia, la mayor de las mujeres que nos cuidaban y con la que tenía una relación más especial, la que me dio la noticia.

Se acercó a mí con su cuidado moño que comenzaba a teñirse de gris, y me miró a los ojos.

Amanda siempre me ha gustado porque es de esas personas que, cuando te hablan, te miran a los ojos. Y también me gustaba su cuerpo robusto, porque sus abrazos eran muy envolventes y daban seguridad.

- Alba, cielo. Tengo una sorpresa.

Recuerdo que la miré con curiosidad. Sus ojos castaños estaban llenos de ternura, y su sonrisa era dulce y amable.

Su empeño por dirigirse a mí como a cualquier otra persona, y no como a un animalillo perdido y hambriento, me gustaba. Y por eso desde el primer momento decidí que Amanda era una persona a la que daría la oportunidad de acercarse a mí, sin recibir el rechazo y la desconfianza que las otras personas solían recibir por mi parte.

Me puse de pie y le di la mano. Amanda me guió por el enorme pasillo, dirigiéndose a una sala en concreto. Cuando vi de qué sala se trataba, pensé que la sorpresa no me iba a gustar en absoluto.

Se trataba de la mítica "sala de integración", en la que cada vez que algún niño nuevo llegaba al orfanato, nos lo presentaban y procuraban que le hiciéramos sentir aceptado y cómodo.

Yo odiaba tener que conocer niños nuevos. Lo odiaba porque sabía que todos ellos acabarían yéndose. A algunos les cambiarían a orfanatos mejores, a otros les adoptarían.

Sin embargo, yo estaba atrapada allí. Porque nadie me quería. A nadie le interesaba tener a una arrogante y desconfiada niña de 8 años. Todos preferían adoptar a niños más pequeños y con aspecto más atractivo y carácter encantador. Por lo que la idea de encariñarme de alguien para luego tener que perderlo, me aterraba. Y decidí que no quería amigos.

Hice un amago de resistirme, pero las robustas manos de Amanda me sujetaban con firmeza. Además, tampoco quería decepcionar a la única que me había demostrado ser digna de mi confianza, y Amanda parecía muy emocionada con la "sorpresa". Su constante sonrisa y la expresión de ilusión en su cara la delataban. Por eso decidí dejarme llevar por una vez, y seguirla.

La luz fue invadiendo el apagado pasillo a medida que se abría la puerta de la sala de integración, y miré a Amanda, que me hizo un gesto invitándome a pasar antes que ella. Lo acompañó con una de sus cálidas sonrisas. Inspiré una buena bocanada de aire y entré.

El director del orfanato, el Sr. Mills, sostenía algo entre sus fuertes brazos. Miré su rostro lleno de arrugas y que normalmente vestía una expresión seria, pero esa vez había algo distinto en ella. Era... ¿ternura?

- Señorita Mullier -me dijo- , acérquese. Esto le va a gustar.

Me dirigí hacia donde el Sr. Mills me esperaba, con paso tembloroso y aire precavido. Muerta de curiosidad, me puse de puntillas sobre mis pies y pude ver al fin lo que el director sostenía cuidadosamente.

Un precioso bebé dormía plácidamente. Su rostro ingenuo e infantil me enterneció tanto que se me olvidó mi regla "anti-amigos", y sentí unas ganas repentinas de acariciarlo. Subí mi mano y la acerqué a su cabecita, muy despacio, como temiendo romperla. Toqué su suave y fino cabello rubio, acaricié sus sonrojadas mejillas, y admiré sus largas pestañas. Fue ahí cuando abrió sus enormes ojos y me miró. Me sentí pequeña bajo la mirada de aquellos ojos verdes. Nunca había visto a nadie con una mirada capaz de abrazar.

- ¿Quieres cogerla en brazos?

Yo seguía tan ensimismada contemplando los ojos de la pequeña, que no contesté a la pregunta de Amanda, por lo que ésta siguió hablando:

- Ésta es Vera -dijo con orgullo-. Tiene sólo cinco meses.

- Llevan desde que nació buscándole una familia, pero tiene un problema en un riñón que exige un tratamiento muy caro y no han encontrado a ninguna que esté dispuesta a pagarlo -el Sr. Mills me miró para asegurarse de que lo estaba entendiendo todo-. Como nos va a costar mucho encontrarle familia, necesitamos que tenga una amiga aquí que la cuide y la quiera mucho, ya que se va a quedar por aquí bastante tiempo.

- Y hemos pensado en ti -concluyó Amanda. El Sr. Mills y ella me miraron con atención, esperando una respuesta.

Me quedé en silencio, pensativa. Notaba sus miradas expectantes por ver mi reacción, pero en ese momento muchas ideas recorrían mi mente y yo estaba tratando de ordenarlas.

Volví a dirigir mi mirada hacia la pequeña Vera, que volvía a estar profundamente dormida. Y asentí. Sí, me vendría bien tener una amiga.

Y a partir de entonces, Vera se fue haciendo un hueco en mi solitaria vida. Tampoco pasaba tanto tiempo con ella como me imaginaba, pero me gustaba darle el biberón de vez en cuando y enseñarle a hablar, y más tarde leerle cuentos por la noche y jugar con ella. Ocuparme de Vera hacía que me olvidara de mí misma por un tiempo. De la infelicidad que me rondaba, de mi ansia de escapar de allí.

Vera en el fondo era como un libro más, que me ayudaba a evadirme de la realidad, solo que esta vez escribía yo la historia.




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⏰ Última actualización: Jan 17, 2016 ⏰

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