- ¿Cómo te llamas, muchacha?
Me quedé callada, como si me tuviera que pensar la respuesta correcta a tal pregunta. Aunque había empleado un tono suave y empático, yo me sentía presionada.
- ¿No me vas a contestar?
Aquella mujer no se rendía. Se notaba que ya se estaba impacientando, y por su tono cualquiera diría que no estaba dispuesta a perder su tiempo conmigo.
Permanecí callada, mirando al suelo, ausente.
- Vale, no lo hagas si no quieres.
Levanté la mirada por primera vez en aquel interrogatorio, y me encontré con los ojos grises de aquella mujer que me miraba con resignación.
La observé detenidamente. Aparentaba haber vivido muchos más años de los que realmente lo había hecho. Tenía el pelo recogido en una coleta medio deshecha, e iba vestida muy austeramente, atraviada con un jersey viejo y unos pantalones anchos.
Me mordí el labio, distraída.
La mujer se levantó, ante mi mirada sorprendida, y abrió la puerta de aquel despacho gritando el nombre de algún compañero suyo; devolviéndome a la realidad de la situación, haciéndome salir de mi ensimismamiento.
Al ver que su compañero no respondía a su llamada, la mujer salió en su búsqueda con paso acelerado y aire indignado. Me dejó sola en la sala, lo que me permitió observar bien dónde me encontraba.
Estaba en lo que parecía ser un amago de despacho, no muy grande la verdad. Había un escritorio repleto de papeles desordenados y arrugados, y de sobres que me hicieron sospechar que me encontraba en una especie de sala de administración.
Del techo colgaba una lámpara moderna que no encajaba demasiado con el aspecto del despacho, que era más tradicional.
Tras el escritorio se encontraba una silla giratoria, en la que hasta hace un momento aquella mujer estaba sentada.
Apoyados en la pared, dos pequeños sillones negros. Y yo permanecía sentada en uno de ellos.
- Veamos a quién tenemos por aquí... ¡Hola! Mi nombre es Francisco, pero yo prefiero Francis. ¿Y tú? ¿Tienes nombre? ¿O está tan perdido como tú?
Dirigí la mirada hacia quien me acababa de dirigir la palabra. Se trataba de un hombre alto y muy delgado, de unos treinta años, que me miraba con atención. Su voz era cálida y parecía muy interesado en mi respuesta.
A su lado estaba aquella mujer, dando pequeños golpes con el pie en el suelo. Parecía muy, muy nerviosa.
La miré. También me estaba mirando, esperando impaciente mi respuesta.
Cogí aire, y abrí la boca para contestar, tomándome mi tiempo:
- Alba.
Mi voz sonaba rara, un poco ronca, como quien ha estado mucho tiempo sin hablar.
La mujer suspiró, y Francis asintió, para intentar hacerme ver su conformidad ante mi respuesta, supongo.
- ¿"Alba" qué más?
Decidí que era mejor no decir mi apellido, así que me limité a mirar el suelo y a morderme el labio, autoconvenciéndome de que era mejor no hablar.
La mujer se levantó y se fue indignada. Sonreí para mis adentros. La presencia de aquella desconocida me resultaba muy incómoda, y era todo un alivio que ya se hubiera agotado su paciencia y hubiera decidido marcharse.
- Nuria no destaca por su paciencia- comentó Francis riendo, cuando esa tal Nuria se hubo ido -. Alba, necesito que me digas tu apellido, o no podré llevarte a casa
- No quiero volver
- Seguro que tus padres estarán muy preocupados
- No creo -dije frívolamente, pensando muy bien en lo que estaba diciendo. Dejé escapar un deje sarcástico, lo cual me delató.
- ¿No tienes padres?
No contesté, pero sabía que ya no había vuelta atrás. Aquél hombre me devolvería al orfanato en cuestión de horas.
Me odié a mí misma por ello, y a Nuria, y hasta a Francis, a pesar de que su manera de interactuar conmigo me transmitía algo de confianza.
Diez minutos después me encontraba en el interior de un elegante coche negro, el cual me llevaba de vuelta a la rutina de la vida en el orfanato. Iba con el ceño fruncido, haciéndoles ver mi desacuerdo ante la idea de volver.
Probablemente estuve en el coche unos 40 minutos, pero a mí se me hizo eterno.
Cuando llegué, el sol se estaba poniendo, y bañaba el edificio del orfanato de unos colores que variaban entre el naranja y el rojo. Era realmente precioso, pensé, pero aparté en seguida esa idea de la cabeza. Que fuera precioso no significaba que no fuera una pesadilla.
Fue Susana, la mujer que se encargaba de vigilarnos y de limpiar la polvorienta valla, la que nos abrió la puerta.
Susana tenía el pelo naranja y muy liso, recogido siempre en una perfecta coleta de tamaño medio. Siempre iba vestida con unos pantalones pitillos de un verde apagado, que combinaba con las camisetas que encontrara. Estaba bastante delgada, a pesar de que nunca hacía deporte. De hecho, nunca la he visto salir del orfanato.
Cuando me vio, seguida por Francis, otro hombre al que no conocía y el conductor del coche, hizo un gesto muy exagerado de preocupación.
- ¡Alba, cariño! ¿Dónde te habías metido? ¿Cuándo aprenderás a obedecer por una vez las órdenes que se te dan? ¡Virgen Santa! ¡En este edificio no hay disciplina! ¡Ojalá alguien hiciera entrar en razón a estas niñas! ¡De verdad que me parece incr...
- Señora, aquí tiene a la niña. Vigílenla mejor.
El hombre que acompañaba a Francis empleó un tono cortante, interrumpiendo a Susana en su hipócrita monólogo.
Entré al edificio, seguida por Susana, que seguía lamentándose en voz alta de nuestra falta de consideración y de cuidado. Yo fingía no oír, y subía las escaleras dejando caer todo mi peso sobre cada uno de mis pasos. Cuando llegué a mi habitación, entré y cerré con desgana la puerta, antes de que entrara Susana. Pasó un rato hasta que Susana se cansara de refunfuñar al otro lado de la puerta y se fuera.
Respiré tranquila y me miré al espejo. Mi pálida piel estaba un poco manchada, por lo que me limpié un poco con un pañuelo que tenía guardado en el cajón. Comprobé mi pelo: estaba muy encrespado; ya no caía como antes, liso, como una uniforme cascada negra. Ahora estaba muy desaliñado. Me lo peiné un poco, sin conseguir efecto apenas, por lo que decidí que lo dejaría para luego.
Mi camiseta seguía intacta, pero el pantalón tenía algunas manchas.
Me acerqué a mirarme de cerca. Tenía ojeras, que destacaban sobre el fondo de mi piel blanca, y mis ojos grises parecían querer cerrarse en cualquier momento.
Me senté en la cama, pensativa.
Tenía que irme de allí. Quería ser libre, y rendirme no era una opción.
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Querida Alba...
Teen Fiction"Las grises calles de Londres son ahora las dueñas de tu recuerdo. Los charcos parecen reflejar tus ojos, aún llenos de ilusión y de vida. Pero ese espejismo dura tan solo unos instantes, hasta que observo que no es tu rostro el que se refleja; es e...