16. Amanece

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—Despierta, despierta.

Astor entreabrió los ojos y vio a su hermana pequeña delante de él. Cristina tenía cinco años y unos ojos enormes que le miraban sonriendo. Astor se dio la vuelta en la cama y la ignoró, tumbándose mirando hacia el lado de la ventana.

Cristina dio la vuelta a la cama y cogiéndole de la nariz le dijo:

—Dice mamá que te levantes ya; vamos.

Astor se incorporó. La cama de su hermano David ya estaba vacía y el sol entraba por la ventana.

Había dormido mejor que nunca. Tras la cena de anoche habían estado jugando en el parque con sus hermanos y los demás niños. El también había estado ahí. Cuidando de ellos pero, en realidad, pendiente de Naya. Ahora ya sabía su nombre. Los padres de ambos habían estudiado juntos y veraneado también allí cuando eran pequeños. Ahora vivían en México por cuestiones de trabajo pero, tras muchos años sin venir, podían pasar, por fin, un verano en España.

Si en la Iglesia había quedado hechizado al verla, el hechizo no se había perdido con la cercanía. Astor no podía imaginar que una suerte así hubiera caído sobre él. El haber estado a su lado, anoche, le parecía la experiencia más embriagadora de su vida.

El verano, con ella aquí, tomaba ahora una nueva forma, y se levantó de la cama lleno de entusiasmo. Salió al pasillo y de allí fue hasta la cocina. En la mesa estaban sentadas las tres menores: Isabel, Teresa y Cristina, que le había adelantado por el pasillo.

Se sentó a la mesa y le arrebató la caja de cereales a su hermana Isabel.

—Oye, me estaba sirviendo yo.

—Pero yo soy mayor —dijo; y le sacó la lengua a Isabel, mientras se iba echando cereales en un tazón.

Teresa jugaba con los copos de maíz y de trigo inflado caídos en la mesa. Los iba aplastando con el dedo y haciéndolos pedacitos.

—Queréis hacer el favor de no hacer el cerdo —dijo la madre en voz alta, entrando en la cocina—. Mirad como está la mesa. El último que lo limpie y recoja todo. Y cuando digo todo me refiero a lavar las tazas, limpiar las mesetas y...

—Mamá, gracias, se lo que significa todo. Lo explicas aproximadamente todos los días —dijo Astor.

—Y aún así sigue siendo inútil. Venga daros prisa que os vais a la playa con vuestra tía. Y tú, Astor, date prisa que tienes que llevarlas.

Cristina gritó de entusiasmo y salió corriendo a su habitación.

La playa quedaba apenas a unas decenas de metros de la casa. Bastaba coger la toalla y las chanclas y caminar dos minutos. En ocasiones, a la vuelta, ni se las ponían, para ahorrarse tener que quitarse la arena de los pies, pese a que el asfalto que había de camino quemaba cuando daba fuerte el sol.

La playa estaba rodeada por un muro semicircular. Había que bajar un tramo alto de escaleras para llegar a un primer rellano que rodeaba toda la playa. Desde ahí otro tramo de escaleras llevaba a la arena. El mar que entraba a la playa lo hacía entre dos costados de roca. A la izquierda estaba la estructura rocosa con que finalizaba el paseo de San Pedro; un paseo que recorría el límite del pueblo con el mar. Estaba en lo alto de una mole que acababa en acantilado hacia el lado del mar cantábrico y en pendiente más suave hacia el pueblo. En el lado derecho de la playa las rocas seguían mas allá hasta unirse con el espigón del puerto, el cual protegía de las olas durante los temporales.

Astor pensó en la posibilidad de que también hubieran ido a la playa Naya y sus hermanos y el corazón le brincó en el pecho. Se tomó los cereales y fue rápidamente a prepararse.




Astor y NayaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora