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Las calles de Illinois estaban desoladas, con un poco de nieve alojada en los tejados y en uno que otro árbol que adornaba los tristes jardines del vecindario.

El frío le calaba los huesos al pequeño Castiel, que sólo utilizaba alrededor de su cuello una larga y rojiza bufanda tejida por su madre. Sus manos iban cubiertas con unos guantes que hacían juego con su bufanda, aunque no estaba muy cómodo con ellos porque le apretaban un poco las muñecas.

El camino hacia el parque estaba cerca y la ansiedad de poder jugar con los columpios de la plazoleta se hacía aún más grande. Las ráfagas de viento golpeaban su rostro, pero esto no le impidió seguir corriendo hacia el lugar, deseando de que nadie esté ocupando su columpio favorito.

Sin embargo, ya era tarde... Alguien más se encontraba allí, balanceándose animosamente, con las brisas a su favor. Era un niño rubio que no tenía ni guantes, ni bufanda. Parecía como si el frío que cubría el parque no le afectara. Esto le llamó la atención a Castiel, aunque no por mucho, ya que la tristeza de no haber llegado a tiempo lo consumía por dentro. Le dio la espalda a los columpios con el objetivo de volver a casa, pero de pronto escuchó una voz por detrás.

—¡Hey! ¿Quieres ocuparlo? —preguntó, refiriéndose al columpio.

Nadie le había cedido ese oxidado columpio, ni tampoco se imaginaría que un niño, tal vez unos dos años mayor que él, le quisiera dar la oportunidad de ocuparlo.

Castiel sólo logró darse la vuelta con asombro y articular un "sí" con su cabeza, mientras que el niño desconocido frenaba lentamente para poder bajarse.

Al parar en seco dejó el columpio y sonrió. Aunque no era una sonrisa nostálgica por haber dado algo que quería, sino una sonrisa amable por haber provocado felicidad en el otro.

El rostro de Castiel se iluminó ante tal acto de solidaridad y, por sobre todo, ante esa cálida sonrisa.

Pero Castiel aún no se posicionaba en el ya vacío columpio, sino que miraba con atención al pequeño rubio que ágilmente iba en dirección a una pequeña banca ubicada justo a un costado de los juegos. Al parecer se quedaría un rato más y eso a Castiel de alguna manera lo hizo sentir un poco más seguro.

Y esta seguridad no podía llegar sin una acción de agradecimiento hacia el desconocido niño. Miró sus rojos guantes y se quitó uno, el de la izquierda.

—Toma... —susurró, extendiendo la pequeña prenda— G-gracias.

El niño se quedó quieto mirando el guante que le estaba ofreciendo el más pequeño.

—N-no tienes por qué dármelo... —dijo, mientras le ayudaba a cerrar su mano con la prenda— Te harás daño por el frío.

El moreno se sonrojó ante el roce de sus manos con el mayor y después de convencerlo un poco más, finalmente, lo aceptó.

—Por cierto, mi nombre es Dean —gritó el rubio por sobre el sonido de las cadenas oxidadas— ¿Y el tuyo?

—Castiel —respondió con timidez.

Ambos niños hablaron por varios minutos. Ninguno se había dado cuenta de todo el tiempo que estuvieron allí en aquel frío parque sólo platicando acerca de sus dulces favoritos y de los superhéroes que admiraban.

Hasta que el rubio recordó lo que su padre le había dicho esa mañana. Debía irse. Hoy era el día de la mudanza. Alarmado, abandonó la banca y fue a toda prisa en dirección a su casa, que al parecer no estaba tan lejos del lugar.

Sin embargo, Castiel notó cómo su nuevo amigo se alejaba con apuro e inmediatamente dejó de columpiarse, asustado. No quería estar solo después de todo lo que tenían en común, además ni si quiera sabía cuándo lo volvería a ver otra vez.

—¡Dean! —gritó— ¿Dónde vas?

El niño se dio vuelta para darle una mirada a Castiel en respuesta a su llamado. Dudó en detenerse, pero de todas formas lo hizo. Él había sido una buena compañía y tampoco podía irse sin darle al menos una explicación.

—Lo siento, tengo que irme a casa... —dijo mientras veía como el pelinegro se acercaba lentamente— Perdón, perdón.

Dean jamás había conocido a alguien de la forma en que sucedió con Castiel y aún no estaba seguro de por qué le angustiaba tanto el hecho de dejarlo ir. Quería estar más tiempo con él, conocerlo mejor, tal vez hacerse mejores amigos, pero no podía. No ahora.

—¿Te volveré a ver? —preguntó cabizbajo el menor.

Miró de reojo el guante rojo que le había regalado minutos atrás el pequeño y lo envolvió en su mano con fuerza.

—Claro que sí, ¿o si no cómo te lo devolveré? —le respondió indicando la suave prenda.

—Fue un regalo y esos no se devuelven.

La nieve los cubría por completo y Dean debía irse antes de que su padre notara su ausencia y lo castigaría por haberse escapado un rato a jugar. Guardó el guante en su bolsillo para luego sonreír hacia Castiel.

—Adiós, Cas.

Le dio la espalda a su amigo y empezó a caminar en dirección contraria, alejándose de él con cada paso más que daba sobre la blanca nieve. Ahora se sentía feliz. Al menos tendría algo para recordarlo durante el tiempo en que no se verían. Un regalo.

Ninguno de los dos tenía la certeza de saber cuándo se volverían a encontrar de nuevo, ni en qué lugar, ni en qué circunstancias. Sólo era cuestión de tiempo, pensó Castiel. Pero nunca pensó que sería tanto tiempo, y que el tiempo dolería mucho en pasar.

El frío le congeló el rostro y muy pronto su mano descubierta. Miró al rubio irse en medio de la nieve y una risita salió del pequeño.

—Adiós Dean.

too close to you | destiel ✧Donde viven las historias. Descúbrelo ahora