Caperucita negra: Nalix

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Una muchacha estaba tirada en la hamaca de su buhardilla, miró por la ventana, el día acababa y su momento se acercaba. La noche y la ciudad eran su terreno, era experta en fundirse con las sombras, todos en el reino y más allá de él habían oído hablar de ella y lo sabían, hasta el punto de que había quien la creía solo un mito. Culpada de asesinatos y robos, con un pasado desconocido, muchos la temían, su nombre real solo era conocido por ciertos elegidos, pero tenía mil títulos, la Señora de las dagas, Reina de la oscuridad, Princesa de la noche, Hija de las sombras... Ella era Caperucita negra.

Un destello cruzó por sus ojos grisáceos, se levantó, fue al baño y se miró al espejo. Tenía el pelo enredado y estropeado, no se preocupaba mucho por él. Cogió el cepillo y desenredó su cabello negro como el azabache.

Salió y cogió su antigua capa negra, casi todo lo que llevaba era negro. Por eso ella era Caperucita negra, vio las estrellas desde la claraboya del techo. Ya era de noche, por lo tanto era su hora.

Se puso la capa y la capucha, cogió un par de dagas que descansaban sobre la mesa y echó un último vistazo al papel, la pluma y la tinta que estaban sobre ella, todo saldría bien.

Levantó un cuadro, detrás de este había un hueco en la pared con lo que parecía ser el reverso de otro cuadro. Levantó este también y cruzó por el hueco, dejó ambos en su sitio. Se encontraba en un pasillo con unas escaleras descendentes, una ventana y un par de puertas que no le interesaban demasiado.

Bajó las escaleras, abajo había una taberna vacía, las velas iluminaban la sala y tililaban con el viento que se colaba por las rendijas de las contraventanas, olía bien, a comida casera. Se sentó en una silla.

Una mujer con algunas canas le sirvió un plato con caldo caliente y un vaso de agua. Se lo agradeció y comenzó a comer.

-Esto esta bastante vacío -comentó, por fin, llevándose el vaso a los labios.

-Se rumorea que hoy habrá más guardas de lo habitual en las calles. ¿Sabes algo de eso, Nalix?

La joven dejó el vaso sobre la mesa.

-Bueno, podríamos decir que sí. Pero no te preocupes, Belimia, volveré viva antes de que amanezca.

Belimia la miró, sus ojos castaños y cansados estaban llenos de aprecio hacia Nalix, la quería como a una hija.

Ambas se conocían algún tiempo atrás, la verdadera hija de Belimia, Caperucita amarilla, llamada Atrea, era una buena amiga de Nalix, quizá la única confiaba en ella a excepción de Caperucita rosa.

Ambas estaban en contra de la dictadura de K, bueno, todo el mundo estaba contra ella, porque nadie desea una dictadura; una pequeña parte de la población entró en la Resistencia, entre ellos Atrea. Pero los guardas les tendieron una emboscada, murieron muchos.

Tras la muerte de Atrea, Belimia decidió cuidar a Nalix, para que no le pasara lo mismo que a su hija.

-Ten mucho cuidado, Nalix -le rogó.

-Siempre lo tengo.

En aquel momento entró por la puerta un hombre joven con ropas de colores vivos y un sombrero de ala con una pluma de varios colores silbando una alegre canción que invitaba a bailar, en las manos llevaba un objeto de madera, una flauta.

El individuo se sentó en la mesa frente a Nalix, pidió un plato a Belimia y esta se fue a la cocina, dejándolos a solas.

-Qué raro verte por aquí -le dijo ella desde debajo de la capucha-. ¿No deberías estar secuestrando niños?

Él se rió con tranquilidad.

-El mismo chiste de siempre.

Nalix le dedicó una sonrisa y apartó la mirada del plato para observarle, dejando a la vista su cara completamente.

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