Capítulo 2. El comienzo.

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Estaba a punto. A punto de tomarse la atención, cuando me arranqué el auricular y lo asusté con mi timbre alto.


—¡Que ni se te ocurra abrirme la puerta como si fuera una novia en limusina!


Le lancé una mirada asesina, arisco como un gato, y él apenas abrió más los ojos, quitando su mano del mango interno. Eran la seis con cincuenta de la mañana, y yo no había despertado de buenas, no había que ser un genio para darse cuenta. Afortunadamente, tenía a este hombre bajo órdenes que soportaba toda mi agresividad sin hacer un mal gesto. Es como una mascota con licencia de conducir, pero más limpia.

Me había traído a clases por primera vez a esta hora (aunque ya había funcionado como mi chofer durante una semana), y lo que duró el camino no habíamos hablado nada. Me guardé la curiosidad que sentía por conocer al hombre del que mi vida dependía, según esto, sólo para ponerme los audífonos y fingir que escuchaba alguna canción de rock. En realidad, le estaba prestando atención a los movimientos de sus ojos en el retrovisor, tratando de coincidir en el momento que me estuviese viendo. Sentía sus pupilas encima mío cada vez que me distraía, pero a penas volteaba, éste ya había disimulado. ¿O era mi imaginación?

Cuando salí del coche, me relajé pensando en que me libraría de su presencia molesta (porque era molesto incluso cuando no decía nada la mayor parte del tiempo), pero no pude estar más errado. Él salió junto conmigo, y eso me encendió una alarma interna. Decir que sobrereaccioné sería poco. En realidad, me puse histérico de sólo verlo cerrar la puerta del vehículo luego de apagarlo.


—¡¿A dónde vas?! —se hizo el desentendido, tocándome las pelotas—. ¡Oh, no! ¡Ni creas que voy a entrar con chaperón!

—Yo sólo sigo órdenes —concretó, con toda la serenidad que a mí me faltaba. Miró al cielo, preocupándose de cosas tan estúpidas como los rayos del sol y pasó a colocarse los lentes negros que llevaba en el cuello de la camisa. Parecía un gilipollas.


No, en realidad se veía genial, pero en ese momento me resultaba nefasto.


—¡Entonces síguelas, y no me jodas! —intenté intimidarlo con mi ceño fruncido, pero su media cabeza de estatura sobrante ridiculizaba mi intento sin siquiera estar intentándolo. Él sonrió, y sacó del bolsillo de su saco un papel doblado en cuatro, antes de entregármelas.

—Su padre dictó esas reglas. Una por una, y es quien deposita en mis cheques. ¿Quiere que le dé otra explicación, o me está entendiendo?


Lo fulminé, pues me estaba tratando como si no tuviera ni dos dedos de frente. ¿Qué se sentía ese subordinado? Abrí la hoja con manos inquietas, topándome con nada más y nada menos que cincuenta numeradas indicaciones, llenando el papel por ambos lados. Desde la tolerancia que debía tener al esperarme donde sea que estuviese, hasta como le era permitido hablarme, todo estaba detallado. Mi padre, joder... Unos cuantos tornillos le debían estar faltando.


—Mierda —dije, en el momento que mis ojos captaron una de las cuatro primeras oraciones, que ordenaba quedarse conmigo en todo el puto horario escolar. Tenía que ser una broma—. No es cierto, ¿acaso se volvió loco? ¡¿A qué se refiere con esto?! ¡Seré la mofa de aquí hasta el siglo veintidós!

—Él no descarta a los alumnos becados como sospechosos de la agresión que sufrió hace dos semanas. Dice que son los primeros de quien hay que cuidarlo.


Joder.


—Quedan siete minutos para su hora de entrada. Si no se apresura, perderá la primera clase.

Ángel Custodio | καιsοο Donde viven las historias. Descúbrelo ahora