Capítulo 3: El colegio en un día cualquiera.

88 4 1
                                    

Camacho y yo entramos en el colegio, el cual me recuerda a cierto castillo de una región llamada Lorule, con unos enormes torreones, de un color oscuro que se alzan hacia las estrellas, una suerte de seres abominables y deformes esculpidos en piedra (también conocidos como gárgolas), posándose acechantes en los extremos del terrado, a modo de desagües y en las paredes, unos ventanales granates, que representan a enormes criaturas monstruosas provenientes de los mismísmimos infiernos, que en cualquier momento podrían salir de sus cárceles acristaladas y atrapar nuestra alma en una prisión interdimensional hasta el fin de los tiempos.

En realidad es un simple edificio cuadrado, con paredes cuadradas, de un color parecido al salmón, pero más intenso, con una cúpula graciosa sobre la cara frontal. Dentro del edificio hay un claustro, con amplios pasillos en los lados, por los que concurren una enorme variedad de seres humanos que imparten clases, los cuales llamamos profesores.

Subimos atropelladamente las escaleras, con mucha prisa, debido al engendro que nos espera dentro de nuestra aula correspondiente, conocido como profesor de historia o "El Machetes", el cual debe su mote a los golpes que le propina a los escritorios con sus portentosos e imponentes brazos de profesor impaciente cada vez que algún alumno comete la insensatez de no prestarle atención.

Este ser inmundo, además de no tener paciencia ninguna con los infelices que asisten a sus clases, se divierte cerrándoles la boca a los alumnos que comenten la desfachatez de preguntarle sobre el temario, insultándolos o diciéndoles que no llegarán a ningúna parte en la vida y que vivirán debajo de un puente, alimentándose de lo que sea que atrapen en sus pobres y mugrientas manos de ex alumno con la asignatura de historia suspensa.

En cuanto se oye el grito del timbre que marca el final de la segunda hora, una jauría rabiosa de alumnos ansiosos de libertad salen corriendo de sus aulas como alma que lleva el diablo, aplastando cuerpos ajenos si es necesario en un ansia de disfrutar sus gloriosos veinticinco minutos de libertad. Después de esos veinticinco minutos, el timbre vuelve a pegar su horroroso berrido y los alumnos proceden a entrar en el recinto, amontonándose en la puerta de entrada, como la suciedad de mi escritorio, la única diferencia es que en mi escritorio se acumula más rápido, pero no nos desviemos del tema. El timbre suena, los alumnos suben, se meten en sus aulas y vuelta a empezar: otras dos espesas clases, y después de éstas, un segundo recreo, y después de éste, otras dos horas de suplicio y sufrimiento infernal. Cuando se acaba esta rutina del demonio, los alumnos son libres de salir del colegio y hacer lo que les venga en gana hasta las ocho de la madrugada del día siguiente, que es cuando tienen que estar en las aulas.

Como Un Día CualquieraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora