1. La fugitiva del cristal de fuego

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Escucharon temblar la tierra. Veinte pumas negros de ojos rojos llegaron rugiendo haciendo humo de polvo, sus jinetes entraron de casa en casa en aquella vieja y polvorienta aldea.

— ¡Maldita sea, son los jinetes del príncipe Lui, el padre de las niñas! — gritó Shan— Debemos irnos de inmediato, el rey Kan quiere tu vida y el cristal de fuego. ¡Al enterarse de las niñas también querrá llevárselas!

— ¡No!, no se las daré, aunque me cueste la vida —advirtió Mel conteniendo lágrimas en sus ojos celestes como el mar. Abrazó a las nenas y comenzó a darles alimento una a una para que dejen de chillar.

— ¡Vamos salgamos de aquí antes de que nos encuentren! —balbuceó Shan tomando a Mel de la mano —abríguese princesa, hace frío afuera, ¿no veis que está nevando?.

La tierra se había cubierto con una tenue alfombra blanca de nieve. Mel se estremeció de dolor en el vientre, pero más era el dolor del alma al saberse perseguida por el padre del hombre que un día amó.

Lui de quién Mel se enamoró, era descendiente del rey Kan, el más temido y sanguinario soberano de esos tiempos.

Mel era la princesa de los Yenlis. Entre ambos Lui y Mel había surgido un amor prohibido, y al enterarse el rey Kan sobre ese romance, ordenó la muerte de su único hijo Lui, pero éste huyó y desapareció del mapa. Nueve meses después, Kan cayó enfermo, al verse a punto de morir, sin saber a quién heredar el trono, decidió buscar a Lui, su hijo, y la única persona que le ayudaría a encontrarlo era Mel, además necesitaba la energía del cristal para sanar y lograr recuperar fuerza. Ordenó buscarla para así obligarla a confesar el paradero de Lui y recuperar la joya.

—¡Oh, no! —exclamó muy adolorida Mel —no puedo caminar, algo anda mal, desfalleceré... sigue tú, con todo el dolor de mi alma, ¡llévalas por el amor de Dios! escóndelas aquí cerca del Monte Asahy donde existe una isla invisible llamada Esbertia, yo... si sobrevivo yo iré por ella te lo prometo. Si alguien pregunta por mí, dile que morí, y no reveles nunca el origen de las niñas ¡júramelo! ¡júramelo!

— ¡Lo... lo juro!

Mel también había huido de su padre el rey de los Yenlis, por miedo a lo que pensara de su embarazo, ella vivía escondida en las profundidades del bosque, disfrazada de una campesina cualquiera en una pequeña aldea, que se encontraba al pie de un monte. Como única compañera estaba su fiel sirviente Shan, una mujer madura de ojos y cabellos color azabache.  

—La primera se llamará Karmel como el jardín de mi corazón, la segunda se llamará Dídima porque es la gemela de mi vida —susurró con lágrimas en los ojos la adolorida madre.

Durante un instante Shan se quedó mirando horrorizada a su ama, se tambaleó hacia atrás y tropezó con la puerta que daba al patio trasero, no sabía que contestar, si quedarse para ayudar a Mel, quién se retorcía de dolor en el suelo, o abrir esa puerta y correr antes que descubran a las dos niñas.

— No, no creo que pueda, lo siento, son tus hijas, no sé nada de cuidar bebés, por eso nunca me casé —intervino Shan.

Mel la miró con determinación.

— ¡Es una orden Shan!

— ¿Pero... ?

A pesar de que era difícil para Mel, se incorporó, sus ojos parpadeaban por el sudor que le bajaba de la frente, besó varias veces a las niñas en la cabeza; y a una le puso su collar con un cristal que brillaba como el fuego y murmuró una especie de conjuro. Shan salió de inmediato del lugar, llevándose consigo a las niñas en un canastillo, quiénes afortunadamente se habían dormido.

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