Sólo una broma.

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  Todo había comenzado aquella misma mañana. Era un soleado día en la capital de Inglaterra, Londres, cuando decidí dar un paseo por el barrio antes de tomar el desayuno con el resto de la familia. Salí de mi casa y me quedé parado en la puerta de madera. Si bien había unas cuántas nubes en el cielo, de un color bastante oscuro, el sol se asomaba entre ellas y dejaba que en mí florezca la alegría de ver aquella bola de fuego y luz que tanto me gustaba. Las calles de St John's Wood, mi barrio, parecían las calles de otro lugar, no las de un barrio generalmente aburrido y gris. Bueno, seguramente seguían siendo así, pero yo me había despertado de un modo tan feliz y positivo que todo me parecía bello y diferente. 

  Sí, vivía en St John's Wood, en el quito barrio más rico de la ciudad y en una casa inmensa, pero no, no era un niño rico. No era de mis padres, va, mejor dicho solo de mi madre, la inmensa cantidad de dinero, sino de mis abuelos, los padres de mi mamá. Tenían una gran compañía de ropa deportiva, o algo así, nunca quise saber muy bien. Vivía con ellos. Eramos cinco en la enorme casa, mi abuelo, mi abuela, mi madre, mi hermana y yo. Desde pequeño vivía con todos ellos, luego de que mi padre haya abandonado a mi madre cuando Agnés, mi hermanita, nació.

  A veces notaba que a mi madre le deprimía el hecho de que viviéramos con los abuelos, el hecho de que necesitáramos de su dinero porque sólo con el de mi madre no alcanzaba. A mí me daba igual. Mis abuelos tenían sentido del humor, además de una energía que me maravillaba para la edad que llevaban encima. Las horas en que debatían sobre política yo me sentaba en el sillón, con un café caliente entre manos, y los escuchaba en silencio. Tal vez aportaba algún comentario, pero luego volvía a callarme. A mí me gustaba cómo vivíamos. 

  Mi padre nos abandonó cuando Agnés cumplió dos meses de nacida. Un día dijo que iba a trabajar, y nunca más volvió. No me acuerdo mucho de él,  tengo poco recuerdos propios. Más que nada sé de él gracias a las horas en que mi madre se lamentaba, con un vaso de whisky en su mano y lágrimas en los ojos. Decía que era un sin corazón, que cómo se podía abandonar de ese modo a sus hijos, que era un trastornado y que si lo veía algún día juraba que lo iba a maltratar. Sí, decía eso, pero sólo cuando se encontraba borracha y con el corazón hecho trizas. Eran sólo palabras de una persona herida, no creo que mucho de eso lo decía de verdad.

  Bueno, me fui de tema. Cómo decía, era una mañana preciosa desde mi punto de vista, y salí a caminar por las calles del lugar. El aire estaba frío, cosa normal allí. Llevaba unas zapatillas en los pies, una campera y un pantalón lo suficientemente abrigado para no sentir el aire fresco que corría. El cabello rubio lo tenía revuelto, y la cara seguramente con lagañas, pues no, no había ido al baño antes de salir. Pero no me importaba, sabía que no iba a haber muchas personas caminando. Era un sábado bien temprano. No, no habría nadie, y menos una muchacha lo suficientemente linda como para que me llame la atención y me lamente sobre mi aspecto. Sé que no viene al tema, pero mi gusto sobre las jóvenes era muy complicado. Me gustaban muy pocas, y debían de ser demasiado preciosas o especiales para que realmente me interesaran. 

  Caminé varias cuadras, varias vueltas a diferentes manzanas, hasta que el sol se escondió y comenzó a caer una llovizna helada. De alguna manera ridícula, me ofendí con la bola de fuego por haberse ido y dejarme con esa lluvia de porquería, por lo que fruncí el ceño levemente enojado hasta que regresé a casa. Al entrar sentí el rico aroma de tostadas recién hechas y el café bien caliente. El ruido de la maquina para hacer jugo se oía desde la cocina y supe que todavía Abbie se encontraba haciendo el desayuno. Me olvidé de comentar que una muchacha, la nombrada anteriormente,  venía seis días a la semana a preparar la comida y ordenar la casa. Era unos cinco o seis años mayor que yo, y si yo tenía diecisiete... debería tener entre veintitrés y veinticuatro años. Era simpática, y extremadamente callada. Era atractiva, pero no mucho, cara normal y lindo cuerpo. Me la había ligado unas dos veces, sin que nadie se enterara, por supuesto. 

  Me quité el abrigo y pasé por la cocina, para saludarla con un simple y educado "buen día", pues entre ella y yo ya habían dejado de pasar cosas. Luego me fui al baño a arreglar. Cuando bajé nuevamente a la cocina —el baño se encontraba en planta alta—, ya estaba todo preparado, y me encontré a toda la familia desayunando en el living inmenso. Típica imagen de sábado a la mañana, diría yo. Mi abuelo leyendo el diario, mi abuela y mi madre hablando de temas insignificantes y Agnés todavía en pijama, masticando una tostada. Me senté al lado de ella, mientras saludaba al resto y ellos me preguntaban a dónde había ido con este clima tan feo. "A pasear", fue lo único que respondí y que, de hecho, dije en todo el desayuno. Luego, mientras Abbie levantaba las cosas de la mesa y todos se disponían a hacer sus debidas cosas, abuela me pidió de manera muy educada si podía ir a ver si había alguna carta en el buzón. Ella y alguna tía mía se escribían todavía cartas, manejándose a la antigua a falta de conocimiento en la tecnología. Sabiendo que yo no me podía negar a todo lo que ella quería, acepté y salí en busca de alguna carta.

  Para mi sorpresa, en el buzón encontré dos sobres, y uno iba dirigido a mí. En aquel entonces fue sólo sorpresa, pero más adelante sería autentico miedo el que sentiría cada vez que recibía una carta con aquel papel de color amarillento. Regresé al living, donde todavía se encontraba abuela, y le di su carta, que recibió con una brillante sonrisa. Luego subí a mi habitación, y cuando estuve en ella, abrí el sobre. Nunca recibía cartas por dos razones. Primero y principal, existía Internet y las redes sociales, los muchachos de mi edad hablaban por ese medio. Y, la segunda razón, tampoco tenía muchas amistades con las que hablar, no le solía caerle bien a las personas, ni tampoco ellas a mí. 

  Primeramente, observé el sobre. No lo habían enviado por correo, pues no decía toda la información que se debía de escribir para ello ni tenía pegada la estampita, es decir que el propio autor había ido hasta el buzón para dejarlo allí. El sobre amarillento sólo decía mi nombre con letras de computadora. Lo abrí y encontré la carta, también en ese papel de mala calidad. Sé leían unas simples palabras, en pequeñas letras, en el centro de la hoja: 

  "Te observo, todo el tiempo, Félix.

                                                                                —P."

  Lo leí, lo releí y lo volví a leer. No lograba comprender qué significaba ello, para qué me lo habían enviado. Me quedé mirando la pared blanca de mi habitación, donde colgaba un poster grande de la portada de Abbey Road, de The Beatles. Con el sobre y la carta en mis manos, crujiendo cada vez más mientras apretaba mis puños, me convencí de que algún estúpido compañero de mi colegio había sido, con objetivo de querer molestarme. Como una broma o como algo cruel, se habían querido divertir a costa mía. No me sorprendía. Me llevaba mal con las mayoría de mi salón. Tiré la patética carta a la basura y salí de mi habitación, planeando cómo hacerles pagar a mis compañeros por querer molestarme.

 


Amenaza en cartaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora