¿Y mamá?

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  El sofá estaba demasiado cómodo para que me dieran ganas de levantarme. Incluso, demasiado cómodo como para que se me ocurriera levantarme. 

  Era típico en el invierno, en mí, los domingos realmente fríos, acomodarme en frente del hogar, ver la leña arder, y pasar horas de ese modo. Aquel día era uno de esos.

  Por lo general, este ritual no sólo lo implementaba yo, sino también mi abuela. Oh, señora de las tradiciones, a las cinco de la tarde preparaba el té, cortaba unas porciones de torta, colocaba todo ello en una mesita frente a los sillones, y se acomodaba para hacerme compañía.

  Mis manos rodeaban la taza del líquido caliente. Era una cosa tan placentera. Era tan placentero todo ello; el frío, pero sin embargo estar en un lugar cálido, el sofá, la familia, y la abuela que no se ahorraba un segundo en comenzar a preguntar.

   —¿Qué tal la novia? —Era la pregunta inicial, la que amaba hacer.

   —¿Qué novia? —Respondía yo.

  —¡Ay, Félix! Ya es hora de que salgas con alguna muchacha, no comprendo por qué no lo haces.

  Yo me la quedaba mirando siempre, dibujando una sonrisa divertida en mi rostro. Nunca quise responder la verdad. «Oh, abuela, no tengo novia porque no quiero estar con ninguna de manera fija. A mí me gusta andar con muchas.» No, no era una buena idea.

  —...Y eres tan atractivo, ¡e inteligente! ¿por qué no se fijan en ti?

  En ese punto, optaba por cambiar de tema.

   —Dime abuela, ¿cómo estás tú? ¿cómo está todo en la casa?

  —Oh, Félix, yo estoy bien, mañana voy a tomar el té con las chicas...

  "Las chicas", ¡me parecía tan jovial ese termino! que cuando recordaba que esas mujeres tenían entre sesenta y setenta años, no podía evitar hacer una mueca de horror.

  —En cuanto a casa, ya sabes... Tu madre estuvo mal estos últimos días.

   —¿Qué? ¿Por qué?

  —Dice que estás demasiado grande, nieto. Dice que necesitas a un padre, y que es su culpa que no lo tengas.

  —¡Qué horror! ¡No es su culpa!

 —Lo sé, querido. 

   »Ha estado bebiendo mucho, y llorando desconsoladamente. Hace mucho tiempo que no la veía así. Me tiene preocupada.

  Me incorporé del sofá y dejé la taza, ya vacía, encima de la mesa. Las migas que llevaba encima de la torta cayeron al piso, despacio, como una nevada suave. 

  —Pues a mí también me preocupa, ¡mierda! No necesito a ningún hombre ni a ningún padre, la tengo a ella, sólo necesito a ella.

  Dejé aquella sala y recorrí la casa, necesitaba decirle aquello a mi madre y no a la abuela. Entré en todas las habitaciones, y en todos los baños, ¡hasta bajé al sótano! Pero no la encontré.

  Volví a la sala de estar.

  —Abuela, ¿y mamá?

  —En su habitación, Félix.

  —No está allí.

Amenaza en cartaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora