Ahí estaba sentado el chico que me miraba desde la otra banca del parque, baje la cabeza escribiendo este condenado diario de hojas amarillas aferrándome al consuelo de la tinta de la pluma que formaba palabras con el trazo de mi mano. Levante la viste pero esta vez ahí estaba ella frente aquel chico, ella le sonreía, algo se rompió dentro de mí. Ella no me pertenecía, pero dolió como si hubiéramos estados unidos de toda la vida, solo que yo me aferraba a ella. Él se levantó y la abrazo. El tenía un ojo morado.
¿Qué le paso?
Esa pregunta se esfumo de mi cabeza como el humo del cigarrillo que ella expulso de sus labios. Yo era efímero, ella lo era, él lo era.
Él tenía una sonrisa plasmada en él rostro, aunque tuviera un ojo morado.
Ella solo evaporaba su alma con cada calada.
Y yo, simplemente era cenizas, nadie me notaba pero aún así desaparecía un poco más cada día.
No lo soporte más, hice lo mejor que sabía hacer.
Desaparecí.
Desaparecí de esa banca, me fui.