El director de orquesta

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La tensión era abrumadoramente grande. Todo el aire en el estudio se había llenado de la indescriptible pesadez de la desesperación y el nerviosismo padecido tanto por el vampiro como para las dos humanas que la acompañaban. De nuevo estaban atrapadas y para remate en un lugar desconocido, en donde claramente carecían de alguna ventaja para escapar, y donde estaban por conocer al muy probable dueño; dueño que, a juzgar por su extravagante colección de libros y los apuntes extraños en la mesa, probablemente debería prevenirse como alguien de no muy sana cabeza. Fue por esta misma causa que Carmilla arrastro a Laura y LaFontaine a esconderse detrás del muro de la chimenea que quedaba opuesto a la puerta, tratando de hacerse espacio junto a la estatua del león cuidando que sus cabezas se mantuviesen fuera de toda vista. Carmilla advirtió que guardasen silencio mientras ella asomaba la cabeza por el lado de la chimenea, manteniéndose atenta a la cercanía de los pasos ya tan tortuosamente próximos, también acompañados por alguien que se acercaba cantando. Y venía la tétrica tonada sin duda de labios femeninos y Carmilla admitía que era una voz agradable, y aunque lenta y en voz baja viajaba a través del pasillo, llegaba de todos modos a sus oídos.

Al mismo tiempo, a sus espaldas podía escuchar los incesantes y nerviosos latidos de los corazones de sus compañeras, sus respiraciones pesadas y todos sus sentidos alertas a cualquier señal que les indicara que alguien haya abierto la puerta. Tenían miedo, podía verlo reflejado en sus ojos, en sus mandíbulas tensas y en el embriagante olor del pavor emanante de sus cuerpos; un olor que en ciertos casos le alteraba placentero los sentidos e invitaba a su lado más oscuro a surgir, ovacionando de forma hostil la realidad de su cruel existencia. Hoy, sin embargo, no era ese el caso. No podía culparlas, era bastante entendible que estuviesen asustadas, sobre todo ahora que la melodía se escuchaba tan cercana e invadía de poco en poco los sentidos de las tres con palabras en perfecto italiano percibidas del otro lado de la pared.

-Su cammina, cammina, cammina. Buio e il cielo, Scoscesa e la china. Su cammina, cammina, cammina. [1]

La letra le parecía conocida y después de unos segundos que le tomo el analizarla, Carmilla fue capaz de reconocer la pequeña estrofa. Era un pequeño fragmento de una ópera a la que tuvo el placer de asistir una vez en mil novecientos noventa y ocho junto a su hermana: Mefistófeles, de Arrigo Boito. Y quien sea que se atreviese a recordarle tal recuerdo, estaba reviviendo la escena donde el personaje principal, Mefistófeles, el Diablo, conducía al profesor Fausto a través de un valle desierto rumbo a una montaña, donde les esperan una multitud de brujos y brujas para celebrar la noche del aquelarre. Recordó también haberle dicho a Mattie que toda la obra le había encantado.

Siendo que, por los periódicos que encontraron, debían estar en Inglaterra, Carmilla supuso que se trataba de un inglés con culto dominio en la lengua romance, o bien podría ser al revés. No importaba de todos modos, lo único a lo que le debía prestar atención era a la entrada, atenta a todo cuanto por ella cruzara.

Y para su desgracia justamente unos momentos después la puerta se abrió y alguien entro.

Apenas pudo percibir la silueta de la persona cuando por mero reflejo escondió su cabeza detrás del muro de la chimenea, prosiguiendo a colocar el dedo índice sobre sus labios para indicarle a Laura y LaFontaine que se mantuviesen calladas. Las chicas obedecieron, y con los latidos del corazón golpeando sus oídos, continuaron escuchando los pasos de la mujer adentrándose en la sala mientras seguía cantando.

-Su cammina, cammina, cammina. Che lontano, lontano, lontan, S'erge il monte del vecchio Satan. ¡Buio e il cielo, Scoscesa e la...!

Y se hizo el silencio. Horrible y espantoso silencio.

El cantar del infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora