Capítulo 3: El heredero

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Maldito duende

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Maldito duende. No entendía cómo le pudo decir alguna vez que le caía bien, si la pequeña era una sabandija de lo peor que jugaba con sus sentimientos.

Todos amaban a la dama Oriza, hasta ellos. Bueno, amar, así como quien habla en el sentido estricto de la palabra, no tanto. Pero Amaury, al igual que muchos en la corte, vivían suspirando por ella.

Todos la conocían, todos la encontraban hermosa. Y todos hablaban de que su marido era muy poco hombre para tremenda mujer, que nadie mandaba en ella y que hacía siempre su santa voluntad. Ni siquiera el señor principal de los Montmorency lograba oponerse a la impetuosa Oriza.

Amaury solía pensar con frecuencia en ella, en cómo sería ser ese hombre que la dominara, que ella se volviera loca por sus favores. Él y Guillaume solían fantasear con Oriza, y compartían sus ideas descabelladas. Querían ser dueños de su atención, de sus miradas, que ella les hiciera caso, aunque sea para una estúpida conversación. Solo que la dama parecía tan lejana, y siempre fue así.

Hasta que llegó ese maldito duende. Dos años habían pasado desde que Alix de Labarthe pisó París, y al principio las cosas parecían ir bien. Durante la fiesta en que la conocieron, Alix los llevó ante su tía Oriza y le dijo, muy linda ella, que los dos amables jóvenes la habían escoltado, y que incluso la presentaron con otros invitados.

Aquella vez Oriza sonrió complacida y les pidió que fueran al día siguiente a almorzar, en agradecimiento por el buen comportamiento con su sobrina. Hasta ahí todo salió perfecto, podían incluso besarle los pies a Alix por dejarlos tan bien parados.

Claro, no conocían la naturaleza de ese duende desgraciado. Después del almuerzo vinieron otras cuestiones. Alix decía hablar bien de ellos con su tía, y así parecía, pues la dama siempre los trataba amable y sonriente. Y a veces, Alix llevaba prendas íntimas de su tía que robaba para ellos.

No iba a negarlo, cuando empezó con eso, Guillaume y Amaury estallaron en euforia. Ni siquiera pagando a sus doncellas podrían haber conseguido algo como eso. Tener en sus manos las prendas que llevaban el olor de ella, que rozaban su piel, aquellas que nadie más que su marido había tocado; lograba que sus fantasías se elevaran hasta límites antes impensados.

Pero dos años pasaron desde entonces, y esas cosas ya no lo satisfacían. Cuando conoció a Oriza, y luego a Alix, era un mozo casto. Tiempo después, su padre llegó con dos hermosas mujeres, una para él y otra para Guillaume. Era hora de que se hicieran hombres, les dijo. Fue así que empezaron a disfrutar de otros placeres.

Al principio, llenos de curiosidad, con deseos de probar muchas veces. Habían aprendido poco a poco donde buscar mujeres, donde estaban las más hermosas y dispuestas. Jóvenes, apuestos, con mucha energía. No tardaron en hacerse conocidos por sus andanzas. Y querían más.

Con el pasar del tiempo, para Guillaume, Oriza dejó de ser una fantasía constante. En cambio, Amaury estaba encaprichado. O indignado de que siendo un Montfort que todo lo consigue con solo desearlo, no pudiera tener a la mujer que fue dueña de sus fantasías.

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