Capítulo 4

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Cargando en su cartera su más valioso tesoro, la foto con su familia, con quienes lo fueron, su esposa y su hijo. Él siempre quiso mantenerse en forma, debía hacerlo y cuidar que su cabello oscuro no se llenara de canas, eso piensa cuando mira esa foto de unos años atrás. A ella siempre la miró sabiendo que era la mujer más bella del mundo, de su mundo, esos ojos azules, cabello rubio, siempre suave y brillante, largo como sólo a él le encantaba, una sonrisa más blanca y perfecta que sólo a él lo deslumbraba. Su pequeño y gran campeón, 17 años era la plenitud de su vida, su orgullo, esbelto como su madre pero cabello oscuro igual que su padre, ojos claros y ligeramente rasgados y con la misma sonrisa que lo deslumbró al conocer a su esposa.

Pareciera que fue ayer, ese día que cambió su vida. Forjando su camino desde cadete hasta llegar a ser conocido y respetado como el General Harold Loyd. Hacía 15 años atrás que perdió lo que más amaba en la vida, encontrando refugio en su pasión, lo que mejor sabía hacer. Entrenar a los nuevos reclutas era algo que mantenía su mente ocupada durante el día, ya que durante algunas noches no podía evitar sentir esa rabia en su interior, la rabia de saber que quienes le quitaron a su familia seguían libres, seguían viviendo sus vidas, habiendo destrozado la suya. Justicia es lo único que no pudo tener para poder vivir con la sensación de que su hijo y su esposa descansaban en paz, detestaba la idea que no fuera así. Cada día que pasaba, sabía que llegaría el momento de explotar y hacer justicia por su propia mano, algo cruel en su interior le decía que sólo así sentiría ese alivio que su alma ha buscado desde hace 15 años, pero como la persona que sirve a su país, sabe que eso no es lo correcto y debe hacerse justicia mediante la ley. Pero para su infortunio, la ley siempre puede ser manipulada al antojo de quienes tengan el poder de hacerlo. "Declaro a los acusados inocentes..." palabras que comenzó a odiar desde el día que las escuchó en persona, en su vida.

Nunca olvidaría el día que lo cambió todo, estaba condenado a no hacerlo...

El reloj marcaba las 10:27 de la noche, la cena con ellos siempre era para disfrutarse, un delicioso café negro y rico panqué de nuez hecho por sus hermosas manos. Los tres sentados a la mesa era algo cómodo y relajante ha una semana de haber vuelto de mi última incursión a servir a mi país. Repentinamente llaman a la puerta, mi hijo Zack se levanta a atender, debí haber sido yo. Al abrir la puerta, un disparo opacado por un silenciador entró por la puerta directo a su cabeza, seguido de dos sujetos que ni siquiera se molestaron en cubrir esos tatuajes y sus rostros demacrados por las drogas. Sabían a qué iban, dirigiéndose directamente a donde estábamos mi esposa Emma y yo, apuntando con sus armas cada uno y siendo directos:

- Tú - dijo uno de ellos, dirigiéndose a mi esposa - ve al sillón de la sala y tú no te muevas...
- O te vuelo la cabeza - dijo el otro.

Un olor a alcohol y hierba quemada emanaban de ese par. Emma aterrada y ambos imaginando lo peor, sabíamos que, si no hacía algo, iba a suceder. Pero antes de pensar en algo, un golpe asestó en mi cabeza y todo se oscureció.

No sabía si habían pasado minutos u horas cuando recuperé la consciencia, atado a una silla amordazado y con los ojos vendados sólo podía escucharla gritar y llorar una y otra vez, un par de risas enfermas disfrutando lo que hacían y la enorme impotencia de no poder hacer nada. Intentando gritar y no poder llegar a ella mientras su llanto continuaba junto con esas risas lunáticas a su alrededor. Perdí la noción del tiempo hasta que hubo un silencio opacado por los sollozos de Emma y el sonido de cinturones abrochándose y se repente una luz entra a mis ojos y visualizo a los dos sujetos apuntando sus armas a mí y a Emma, que yacía en el sillón desnuda de la cintura hacia abajo, deshecha y un silencioso disparo entra en su pecho, seguido de otro y otro más. Yo sólo siento el frío del silenciador de su arma en mi cabeza y justo cuando escucho mover la palanca llaman a la puerta.

- ¿Todo bien allí dentro, vecino?

Se escucha más de una voz del otro lado de la puerta. Sólo eso bastó para que esos bastardos salieran corriendo por la puerta trasera antes de acabar conmigo como parecía que lo harían. Ojalá lo hubieran hecho en lugar de condenarme a vivir así, como el hombre de honor que soy, no soy capaz de acabar con mi vida por mi cuenta, no puedo honrar así a mi familia y sé que hay otra manera de honrar sus memorias y mi amor hacia ellos...

Bastaron sólo dos horas para que la policía reportara que habían arrestado a dos sujetos en una licorería a unos cuantos kilómetros.

La vida del aquel entonces Teniente Harold Loyd había sido destrozada por dos sujetos que, al ser declarados inocentes, no se imaginó que no sería la última vez que los vería.

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