Destino

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Abrí el sobre esperando que fuera una carta de Verónica o al menos una nota corta que me anunciara su regreso. Al momento de sacar ese pequeño papel mi mano comenzó a temblar fuertemente como si se estuviera convulsionando y adquiriera vida propia y como un reflejo dejé caer la nota. Sacudí mi mano, y luego volví a fijar mi mirada en ese pequeño cuadro que cayó dejando mostrar su contenido para mí y justo arriba de la caja que antes había olvidado. Mi corazón se aceleró y se frenó de repente cuando vio que allí no había largas líneas de mi amada pareciendo devota hacia mí, diciendo que me quería y extrañaba como yo a ella; en cambio sólo se encontraba una dirección y una hora señalada:

Tejido Nervioso #3132-1E

Miércoles. 18:15 hrs. Soy saco café.

Por un momento esas palabras parecieron escritas en un idioma que yo no entendía, sentí que ni siquiera seguí palabra por palabra y que obtuve el mensaje de golpe, asumido y grabado en mi cabeza, como si lo hubiesen tatuado en mi memoria para permanecer allí para siempre pero que no adquiría significado aún. ¿Cuántas horas había pasado sin Verónica ya? Parecían los mismos años que dejé de verla y que se acumularon en esos minutos de desesperación y hastío, me quería rasgar la piel del coraje y dolor que me daba depender de esto, y de ella. La tenía en la punta de la lengua como una droga específica y pura, la mejor de su clase, y sentía adquirir tanto egoísmo de que me perteneciera nada más a mí, como un mundo en el que mi neurosis fuera anhelada por su esencia disfrazada de dopamina y mucho soma.

Guardé esa nota en la bolsa de mi saco y como un movimiento mecánico cargué la liviana caja hasta llevarla a mi estudio. Salí, me serví whisky con hielos, uno, dos tragos. Me acariciaba los sienes tratando de tener un momento libre de los lazos que me unían a Verónica y las repetidas imágenes una y otra vez, una tras otra, desde el momento que la vi observándome en el parque, y cuando me curó, y cuando la abracé por la espalda. Mi mente se deslizó hasta crear escenas que aún no sucedían y que me llenaban de vergüenza por la mezcla de las pieles y nuestros rostros. Paré de pensar en ello lavándome la cara y cambiándome de ropa. Fui nuevamente a mi estudio, saqué la nota de la bolsa de mi saco y la dejé al lado de la caja que estaba a punto de abrir.

Separe rápidamente las solapas de la caja y miré lo que había allí dentro. Todo el aire que retuve se evaporó por mis poros cuando vi que era un vestido, un par de zapatos y una loción. El vestido negro y blanco, proporcionado en ambos colores, con figuras de nebulosas o de partes del cerebro, me recordaba a los cuadros de Jackson Pollock en donde la distribución parece perfecta. Los zapatos negros, limpios y caros, unos que ni siquiera podría haberme comprado. Y la loción, lo más importante: la misma que usaba mi Verónica. Me sumergí nuevamente en la melodía de la fantasía, los oídos se me llenaron de rosas, de palabras, de la voz de Verónica y me ensordecí abrazando esos objetos como una tonta fetichista. Me reía de mi inseguridad de hace unos instantes, cuando esperaba lo peor y el desprecio de la única mujer que me importaba en el mundo. Atravesé mi departamento y me tiré con las cosas sobre mi cama y cerré los ojos, y sonreí, y me rocié con la loción sin pensarlo y a cada presión de ésta me sentía más liberada. Pero... ¿Esto lo envió ella? De repente este pensamiento nubló por completo mi plácida euforia y comencé a atestarme de preguntas sin sentido. Me afirmé primeramente que eran de ella, ¡no pueden ser de nadie más! grité para mis adentros a esa parte que estaba cuestionándose tal cosa, pero luego todo me pareció tan impreciso... ¿Por qué Verónica está jugando así, por qué lo hace si sabe que me atormenta? No pude pensar nada más. No pude descifrar que, si no las había enviado ella, quién lo habría hecho.

Aquello fue apenas un viernes, llegó el lunes y ni siquiera sabía si podía llegar al miércoles sin morir de alcoholismo y anorexia. Me puse a pintar desnudos mal hechos, a mirar por la ventana, a poner una silla frente a mí imaginando las curvas perfectas de Verónica y maldiciéndola con dulces palabras. Tragaba saliva y la bilis me adoloró el estómago provocándome vómitos constantes, y de vez en cuando al terminar el acto de la expulsión del líquido una satisfacción sostenía mi cansancio, como demostrándole al destino que a pesar de todo podría vivir de esta manera con la esperanza de un amor asfixiante e impetuoso. No pude soportar el ensimismamiento y saqué de mi agenda el número que usaba en casos de emergencia, lo tachaba varias veces y lo volvía a escribir sabiendo que me llegaría el asco de tal ofrecimiento, pero que me quitaba el vacío por al menos un instante. Llamé sin titubear, timbró una vez y contestó con voz neutra. Me dijo que fuera a las nueve al mismo lugar de siempre, colgué y me fui a arreglar tratando de contentarme pero no daba para más que ansiar el momento de sentir el único placer que presentía venir en largo tiempo. Me quité de esperanzas, aparté a Verónica con desprecio.

Salí de mi departamento y tomé el metro. Contaba las paradas somnolienta y un poco olvidada de adonde me dirigía. Por la ventana observé la luna llena, amarillenta, desprendiendo una luz que la cubría y le daba la sensualidad requerida. Como una pequeña chispa apareció Fly me to the moon de Frank Sinatra y tarareándola en mi cabeza me llevé a esa habitación de niñas y al mismo tiempo que esto pasaba recordé una de mis clases de la universidad en la que fue mencionado a Pitágoras y su idea de la estética, de la belleza. No recordaba la idea con exactitud, pero iba algo así de la anagogía que es la interpretación de símbolos divinos y que estos se encuentran en todo momento, traducidos como coincidencias, y que la consciencia de ellos permite que sucedan y darles un sentido. La armonía de las estaciones, de los ciclos.

No pude concluir la idea cuando mi cuerpo sin aviso se levantó y se dirigió a las puertas del metro, indicándome la familiaridad de ese lugar. Salí y el aire nocturno me sacó de lo que había pensado anteriormente y apenas recordaba el enlace de elementos para crear aquel juicio, cortando la idea por la mitad. Caminé dos cuadras y allí estaba bien escondida su casa, toqué el timbre y él me abrió enseguida. Me metió jalando ligeramente de mi brazo, me besó ambas mejillas y yo me mantuve quieta entregándome sin hacer ningún tipo de fuerza y oposición. Se deshizo de mi bolso, me sacó la ropa en movimientos agiles y que no podía distinguir si era con delicadeza o con fina brusquedad, pues los días ya me habían quitado la percepción del tacto. Ambos desnudos en el piso de ese pasillo sentí como una neblina se presentaba como una cortina sobre mí, no veía su rostro, no me interesaba en lo más mínimo verlo, y me concentré únicamente en el orgasmo que tanto había deseado.

Al salir, dejé todo allí, me sentí mucho mejor y una felicidad momentánea me invadió oprimiéndome el pecho y finalmente calmando mi necesidad sexual presentada como un capricho más. Caminé para dirigirme a un café muy popular de la ciudad, y al girar una de las cuadras mi vista se clavó en uno de los letreros con el nombre de la calle. Sí, es esta calle. Es la calle. Aquí es donde fui citada en aquella nota y no había tenido la curiosidad de buscarla antes sino hasta que ella me atrajo hasta aquí. Y Pitágoras, y los presocráticos y todos aquellos que hablaron de la idea del destino y las señales se encontraron en el mismo punto en donde yo me encontraba parada enlazándome con Verónica.

Experimento IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora