Punto común

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Nuestro mundo era pequeño, tranquilo y sencillo. Nos movíamos dentro de nuestro espacio seguro, unos pocos metros que conformaba un círculo perfecto e impenetrable. Nadie más podía entrar, ninguno debía salir. Eran nuestros anillos ideales. No necesitábamos más. No queríamos más. Pero, para nuestra desgracia, éramos parte de un ciclo aún mayor; imparable e irremediable.

Hay un tiempo en que comienzan los cambios, uno tras otro, sin que logremos percatarnos de su paso, sin tener la posibilidad de meditar siquiera de qué manera debemos asumirlo, sólo ocurre.

Nuestra vida cambió tormentosamente aquella primavera. Nuestros deseos más profundos florecieron y se marchitaron casi al mismo tiempo. Todo fue demasiado rápido, dejando no más que un miedo vertiginoso, una inseguridad desesperante y un vacío asfixiante.

Entrelazamos nuestras manos, acompasamos nuestras respiraciones, nuestros latidos se sincronizan. Que doloroso es todo esto. Ambos sentimos lo mismo, nos comprendemos a la perfección. Estar uno frente al otro es como verse a un espejo, en más de un sentido.

Qué destino absurdo el nuestro.

Somos sombras de tristeza, sollozos de melancolía. Anhelando los días de antaño, cuando todo era más sencillo, cuando las emociones eran simples y las palabras honestas. Los días en que corrimos sin preocupaciones, de la mano de aquel amor despreocupado, sencillo, puro. Otro tipo de amor, uno muy distinto al que ahora nos ahoga, más y más con el pasar del tiempo; como si estuviéramos en el cono inferior de un reloj de arena.

Ya no podemos respirar. Se llena demasiado rápido.

Incluso si nos movemos para quedar sobre el montón de finos granos de mineral; nos hundimos, nos traga con ansias, nos devora hasta el alma. No podemos salir, no podemos detenerlo.

¿Cómo podemos romper aquella burbuja de cristal?

Hemos tratado de empujar juntos, pero parece imposible. En lugar de dos pareciera que sólo somos uno, o peor, puede que nada seamos.

Más de una vez, cientos de veces, hemos abrazado esa miseria; la idea de ser menos que el aire. Porque nada importa, si no es lo que queremos, no vale. Sabemos que somos egoístas, que pedimos demasiado y lo que arriesgamos es nada.

Llevamos el corazón dentro de una jaula reforzada en medio del pecho, cuya llave jamás logrará abrir la cerradura. Jamás seremos libres. Jamás obtendremos lo que deseamos. La felicidad que buscamos es un imposible.

Somos co-actores dentro del mismo espectáculo, sincronizados en un sutil y tortuoso baile donde nuestras manos buscan con desesperación una figura en particular, pero sin importar las veces que lo intentemos éstas vuelven a entrelazarse buscando consuelo.

Cargamos la misma cruz. Somos víctimas del mismo mal.

Crecemos para pensar en los sentimientos, nos ahogamos en lágrimas derramadas por cosas que a veces en realidad no comprendemos de la manera correcta. Sufrimos en relación al tiempo que destinemos a dichas preocupaciones, al peso de esos sentimientos, a la identidad de quien lo provoca, a las experiencias que guardamos. Somos frascos de memorias, una cadena de recuerdos que nos conecta a otros, y son esas conexiones las que nos lastiman, por las que sentimos dolor, desolación, desesperación.

Hemos perdido el rumbo, y seremos malditos por eso.

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