Capitulo 1

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Recuerden que es una adaptación
Los capítulos serán algo largos.
Disfruten.

Beaufort ha cambiado mucho desde 1950, pero todavía no es una gran metrópolis ni nada
parecido. Beaufort era, y siempre será, un pueblo pequeño, pero cuando yo era un chaval, apenas
llegaba a ser un puntito en el mapa. Para ponerlo en perspectiva: la circunscripción electoral que
incluía Beaufort cubría toda la parte oriental del estado (unos cincuenta y dos mil kilómetros
cuadrados) y no había ni un solo pueblo con más de veinticinco mil habitantes. Incluso comparado
con aquellos pueblos, Beaufort siempre era considerado de los más pequeños. Todo el territorio al
este de Raleigh y el norte de Wilmington hasta la frontera con el estado de Virginia constituía el
distrito que mi padre representaba.
Supongo que habrás oído hablar de él. Es más o menos una leyenda, incluso ahora. Se llama
Worth Castle y fue congresista durante casi treinta años. Su eslogan cada dos años, en época de
elecciones, era: «Worth Castle representa a --», y se suponía que la persona tenía que escribir el
nombre del pueblo donde vivía.
Así que mi padre, don Congresista, era un pez gordo, y todo el mundo sin excepción lo sabía, incluido el viejo Hegbert.El era él reverendo del pueblo y tenia una hija de la cual hablare mas adelante. La verdad es que no se llevaban nada bien, a pesar de que mi padre iba a
su iglesia cuando estaba en el pueblo, cosa que, para ser francos, no pasaba muy a menudo. Además de creer que los fornicadores estaban destinados a limpiar los orinales en el Infierno,
también estaba convencido de que el comunismo era «una enfermedad que condenaba al ser humano
al impiosismo». A pesar de que no existe el término «impiosismo» -no lo he encontrado en ningún
diccionario-, la congregación entendía lo que quería decir.
Más tarde, ya en casa, después de misa, mi padre decía algo como: «Hoy el reverendo Beckett estaba un poco raro. Espero que hayas prestado atención a esa parte de las Escrituras en que Jesús hablaba sobre los pobres...».
Sí, claro, papá...
Mi padre intentaba suavizar la tensión siempre que era posible. Creo que por eso duró tanto en el
Congreso. Era capaz de besar a los bebés más feos del mundo y todavía se le ocurría un comentario
afable. «Qué niño más tierno», decía cuando el bebé tenía un cabezón enorme, o «Me apuesto lo que
quieran a que es la niña más dulce del mundo entero», si tenía una marca de nacimiento que le cubría toda la cara.
Pero durante mi infancia no estuvo a mi lado. Detesto decirlo, porque hay quien se queja de esa clase de cosas aun cuando sus padres siempre estuvieron a su lado, y lo usan como pretexto de su comportamiento. «Mi padre... no me quería..., por eso me convertí en una estrella porno y luego salí en ese programa de la tele al que la gente va a contar infidelidades y engaños.>>Un día mi mejor amigo, Eric Hunter, me preguntó que quién era ese tipo que había
aparecido en mi casa la noche previa, y entonces me di cuenta de que la situación en mi familia no
era muy normal.
-Es mi padre -solté orgulloso.
-Ah -contestó Eric, mientras hurgaba en mi bolsa del almuerzo en busca de mi Milky Way-.
No sabía que tuvieras un papá.
Su comentario me sentó como si me hubiera propinado un puñetazo en toda la cara.
Así que me crie bajo el cuidado de mi madre, una mujer entrañable, dulce y cariñosa; la clase de
madre que casi todo el mundo soñaría tener. Pero no fue, ni jamás habría podido ser, una influencia
masculina en mi vida, y eso, unido a mi creciente resentimiento hacia mi padre, me convirtió en una
especie de rebelde, incluso desde una edad tan tierna.
Que conste que no era un mal chaval. Mis amigos y yo solíamos salir a hurtadillas al atardecer, nos dedicábamos a enjabonar las ventanas de los coches o a comer cacahuetes hervidos en el
cementerio que había detrás de la iglesia, pero, en los años cincuenta, esa era la clase de comportamiento que incitaba a otros padres a sacudir la cabeza y a susurrar a sus hijos: «Espero que no sigas los pasos de ese mocoso. Castle se está labrando el camino para acabar en la cárcel».
¿Yo, mal chaval, por comer cacahuetes hervidos en un cementerio? ¡Qué fuerte!
Bueno HeghbertSe pasó los primeros años perfeccionando su mensaje apocalíptico del tormento con fuego y azufre con sermones mensuales
sobre los males de la codicia, lo que apenas le dejaba tiempo para nada más. Tenía cuarenta y tres
años cuando se casó; y cincuenta y cinco años cuando nació su hija, Katherine Beckett. Su esposa, una
mujer enclenque y menuda, veinte años más joven que él, tuvo seis abortos antes de que naciera
Kate, y al final murió en el parto, así que Hegbert se quedó viudo y tuvo que criar a su hija sin
ninguna ayuda. Katherine Beckett estudiaba su último curso en el instituto, como yo, no tenía intención de cursar esa asignatura aquel año, de verdad, pero era o bien Teatro o bien Química II. La cuestión fue que pensé que sería una clase facilona, sobre todo comparada con mi otra
opción. No había exámenes, ni apuntes, ni tablas en las que tuviera que memorizar protones y
neutrones, ni combinar elementos en sus fórmulas adecuadas... ¿Qué podía ser mejor para un
estudiante de último curso del instituto? Parecía una elección segura y, cuando me matriculé en la
asignatura, pensé que sería capaz de dormir durante prácticamente todas las clases, lo que, teniendo
en cuenta mis hábitos nocturnos de comer cacahuetes en el cementerio, me pareció un factor de gran
importancia.

En el primer día de clase, fui de los últimos en llegar. Entré justo unos segundos antes de que sonara el timbre, y tomé asiento en la última fila. La señorita Garber nos daba la espalda; estaba ocupada escribiendo su nombre en la pizarra en grandes letras, con una especie de cursiva. ¡Como si no supiéramos quién era! Todos lo sabíamos; era imposible no saberlo.
La señorita Garber era una mujer imponente, con su casi metro noventa de altura, su encendida
melena roja como el fuego y la piel pálida salpicada de pecas. Debía de rondar los cuarenta años,
era oronda -sin exagerar, seguro que pesaba más de cien kilos- y mostraba una clara predilección
por los muumuus, esos anchos vestidos hawaianos floreados. Llevaba gafas oscuras, con montura de pasta y con los extremos acabados en punta, y siempre saludaba a todo el mundo con un «Holaaaaaaa» musical.
Aquella mujer era única en su especie, seguro, y estaba soltera, lo que aún agravaba más las
cosas. Inevitablemente, todos los chicos, tuvieran la edad que tuviesen, sentían pena por semejante
ballena.
Solo había otro chico en la clase, lo que, a mi modo de entender, se podía interpretar como una
buena señal, y por un momento me embargó un sentimiento de euforia al pensar: «¡Prepárate mundo allá voy!». Chicas, chicas, chicas..., era lo único que podía pensar. ¡Chicas y más chicas, y, encima,
sin exámenes a la vista!
La verdad es que Kate Beckett era una buena chica. Beaufort era una localidad tan pequeña que
solo había una escuela, así que habíamos estudiado juntos desde que éramos pequeños, y mentiría si
dijera que nunca había hablado con ella. Una vez, en segundo de primaria, se sentó a mi lado durante
todo el año, así que conversamos varias veces, pero eso no significaba que pasara mucho rato con
ella en mis horas libres.
En la escuela me relacionaba con una clase de gente, pero, fuera del edificio, la cosa cambiaba radicalmente. Kate nunca había formado parte de mi agenda social.

Un Amor Para RecordarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora