3. Confesiones

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Los días fueron pasando hasta convertirse en semanas sin que Albert fallase a su cita diaria con Pablo. Poco a poco, las excusas que el catalán ideaba para pasarse por allí fueron desapareciendo y sus estancias en la tienda eran cada vez más largas, estrechándose así el vínculo entre los dos jóvenes. Así, Albert descubrió de Pablo que era un ferviente defensor del marxismo con una dialéctica aplastante, que adoraba el teatro tanto como los karaokes y que la tortilla de patatas sin cebolla para él era todo un sacrilegio, mientras que el madrileño supo del otro que había sido campeón de debates a nivel estatal (lo que explicaba que sus argumentaciones fuesen bastante más sólidas y convincentes de lo que al propio Pablo le gustaba admitir), que era un apasionado de los deportes acuáticos y que le daba una grima espectacular ver a Tania cambiarse el piercing que llevaba en el labio inferior. También se hizo aún más patente que eran totalmente opuestos en todos los sentidos: mientras que el de la coleta siempre había estudiado en la escuela pública, el catalán venía de la privada; si Albert no contemplaba ni por asomo la idea de ejercer de profesor en el futuro, Pablo se moría por serlo e incluso si uno veía el maldito vestido azul y negro, el otro lo veía blanco y dorado.

Sin embargo, más allá de todas aquellas curiosidades, ambos eran conscientes de que ninguno jamás hacía referencia a su familia a no ser que fuese estrictamente obligatorio, como tampoco hablaban de relaciones anteriores o de sus verdaderas preocupaciones vitales. Por ello, los dos empezaron poco a poco a albergar cierta inquietud sobre la amistad que estaban desarrollando, algo que Albert optó por cortar una tarde de finales de Diciembre. Así, aprovechando que Tania se encontraba por las tardes en la Universidad estudiando Educación Social, al salir de la biblioteca decidió cambiar de rumbo y emprender el trayecto a la tienda de Pablo con el fin de conseguir que por fin aceptase estar un rato con él fuera de aquellas paredes.

Cuando el madrileño comenzaba el ritual previo a cerrar el comercio, el sonido ya familiar del coche de Albert transformó la expresión de su rostro, preocupado ante lo inusual de aquella hora de visita.

- Buenas... Noches.- le saludó risueñamente el catalán tras echar un vistazo al reloj que decoraba la pared tras el mostrador.

- Hola, pijín.- respondió el otro intentando disimular su desconcierto.- ¿Qué haces aquí? ¿Ha pasado algo?

Albert negó con la cabeza y se acercó al mostrador lentamente, preparándose para lo que quería decirle al otro.

- No, pero acabo de salir de la biblioteca, de hacer un trabajo horroroso. –rio tratando de eliminar los ligeros nervios que iban apoderándose de su estómago. –Y había pensado que si no tienes nada que hacer ahora, podríamos ir a dar esa vuelta que tenemos pendiente desde hace tiempo.

Sin poder evitarlo, Pablo abrió ligeramente la boca en un gesto involuntario de asombro y se frotó la frente un par de veces, pensando en la respuesta que debía darle a su amigo. Efectivamente su único y casi obligado plan era irse a casa en cuanto cerrase, pero lo cierto era que allí no le esperaba un panorama lo suficientemente agradable como para ser capaz de negarse a la invitación de Albert.

- Pero... Aún tengo que cerrar la tienda, apagar luces, hacer la caja, colocar un par de cosas... -contestó el de la coleta en un intento poco convencido de rechazar al otro.

- No hay prisa, yo te espero. O te ayudo si quieres. –respondió el chico rápidamente, ruborizándose al darse cuenta de que se notaba demasiado su entusiasmo.

- Bueno...

- Venga, Pablo, si te ha dicho que te ayuda y son solo unos minutos... Os vendrá bien para despejaros a los dos. –comentó cariñosamente Carolina, la tía de Pablo y madre de Tania, apareciendo por la puerta que conectaba la tienda con su casa. –De hecho venía a ayudarte yo, pero si ya sois dos no hará falta que esté yo por aquí. –añadió la mujer con una sonrisa en los labios.

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